jueves, 30 de mayo de 2013

Voces en el abismo: nuevo relato del Escriba del Infierno

Gustave Doré

Le gustaba andar por los acantilados de aquella remota aldea. Allí, escuchando la brutal furia de las olas contra las piedras milenarias, y sintiendo el aire salado y frío azotando su propio rostro, hallaba la redención.
Su alma torturada se había auto impuesto el aislamiento de por vida. Y recordar.
El peor castigo, a su entender, era recordar la sonrisa de su hijo antes del accidente, conociendo ya el final de aquella dolorosa historia.
Permanecía largo tiempo de pie a pocos metros del borde del abismo, sin hacer nada más.
Esa mañana no había sido distinta. Anduvo hasta el punto más alto, y allí se detuvo, mirando el mar que se extendía frente a él.
Entonces oyó la voz.
Primero pensó que eran los chillidos de las gaviotas, o el silbido del viento.
Volvió a oír un sonido agudo y frágil como la voz de un niño.
Provenía de abajo, del fondo del precipicio.
Era un sonido imposible; de modo que se dio la vuelta y abandonó aquel lugar sin atreverse a mirar atrás.
Al día siguiente regresó. Se plantó nuevamente en el mismo punto casi al borde de las rocas, y esperó.
Esta vez el sonido era más nítido, y distinguía claramente algunas palabras: “Socorro, me he caído, no puedo moverme, ayuda”.
Por un momento no supo si la voz provenía del exterior o del interior de su propia mente; sin comprobarlo emprendió la huida con algo parecido al terror oprimiendo su garganta.
Esa noche soñó por primera vez con su hijo muerto. Fueron visiones de pesadilla.
Los días que siguieron prolongaron su agonía mental, mientras intentaba reprimir el impulso de regresar a aquel sitio maldito.
Llegó el sexto amanecer. Esperó.
Cuando aparecieron las primeras sombras, se dirigió donde sus pies lo llevaban: al punto más alto del acantilado.
Se puso boca abajo sobre la roca húmeda y fría, con las manos aferradas a los bordes irregulares, cerrando los ojos. Atento.
Escuchó por fin la voz infantil que pedía ayuda, y se arrastró sobre su vientre para asomarse al abismo.
Allí la vio. A varios metros de distancia, sobre una roca que sobresalía a medio camino del fondo, había una niña pequeña recostada sobre sus piernas en un ángulo poco natural, agitando un brazo hacia arriba, llamándolo.
Él inició el peligroso descenso casi a ciegas, cortándose las manos y despellejándose las rodillas. Varias veces estuvo a punto de caer; en una ocasión se torció el tobillo, y ya sólo distinguía la roca negra y la pequeña silueta que lo esperaba.
Por fin alcanzó la gran piedra aplanada. Reinaban las sombras.
Se incorporó para coger a la niña cuando en un instante surgió una ola enorme y negra que con un rugido ensordecedor lo atrapó arrastrándolo al fondo de la bahía.
Un mes más tarde fue hallado el cadáver de la niña. Hacía tiempo que habían dejado de buscarla.
A él nunca lo encontraron.
Ahora está aquí, al otro lado de la pared de mi celda, esperando que se lo lleven por fin.
Mi pluma acaba de poner el punto y final a su relato, escrito con tinta de sangre; roja y condenada sangre, la de mis venas.
Esta noche (noche eterna) yo escucharé voces que no podré ignorar. Es mi castigo. Una eternidad en compañía de fantasmas.

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