domingo, 25 de agosto de 2013

Guardia de noche



Durante su turno de noche, el joven técnico en ambulancias y su compañera recibieron el aviso, y no tardaron más de quince minutos en llegar al domicilio en cuestión.

La llamada había sido confusa, de modo que ignoraban con qué se iban a encontrar allí.

Se trataba de un quinto piso sin ascensor.

Utilizaron sus linternas porque la escalera carecía de bombillas.

Sus fosas nasales se vieron invadidas de inmediato por un fuerte olor a orines y basura en descomposición. El técnico hizo un comentario jocoso al que su compañera no respondió.

Llegaron a la planta en cuestión, y se dirigieron a la última puerta del pasillo. Las manchas de humedad llenaban el techo y las paredes.

Había un agujero sin cables en el sitio destinado al timbre, de modo que golpearon la puerta varias veces con los nudillos, al tiempo que preguntaban si alguien necesitaba ayuda.

Ambos se sobresaltaron al oír un portazo a sus espaldas, y vieron a dos adolescentes desaliñados que bajaron corriendo las escaleras. La compañera del técnico, que era enfermera, los llamó en voz alta, pero los jóvenes no se detuvieron.

Volvieron a golpear la puerta. Tampoco esta vez hubo respuesta.

Entonces el técnico hizo una prueba: cogió el picaporte y empujó. Este hizo un «clic» y la puerta se abrió. Los dos se miraron; luego anunciaron su presencia, y entraron al domicilio.

Una bombilla iluminaba la habitación donde hallaron el cuerpo.

El hombre se había colgado de las vigas del techo.

Aquel no era el primer muerto que veían, ni el primer suicidio que atendían. Sin embargo el cuadro que ahora tenían ante ellos los impresionó.

La estancia carecía de muebles, excepto una banqueta que estaba tumbada a los pies del cadáver.

Las paredes estaban pintadas de color gris sucio, y la única ventana había sido sellada con tablas de madera.

Después estaba el olor: una mezcla nauseabunda de excrementos y carne en estado de descomposición.

El varón contuvo una arcada; no quería ponerse en evidencia delante de su compañera, que parecía menos afectada que él. Salvo por dos grandes manchas de sudor bajo las axilas –era una noche fría– la joven mantenía en general una actitud serena y profesional.

Sabían que no había que tocar el cuerpo hasta la llegada de los forenses, así que dieron la espalda al cadáver y se dirigieron a la habitación contigua, que era la cocina. Debían llamar a la central.

Ambos estaban sacando sus móviles cuando lo oyeron: era un gemido y venía de la habitación principal.

¿Acaso había entrado alguien en el apartamento?

Rápidamente regresaron allí: se había ido la luz. Sacaron nuevamente sus linternas y se quedaron petrificados; ahora el gemido se sintió muy cerca, a sus espaldas. El técnico vio con espanto una sombra que se abalanzó sobre su compañera de repente, tumbándola en el suelo mientras ella gritaba e intentaba escapar.

El joven sacó su móvil con mano temblorosa pero no llegó a marcar el número de la policía. Algo pesado lo aplastó contra la pared, y por un momento sus ojos se cruzaron con los de su atacante.

Cuando el cuchillo rebanó su garganta, pensó por última vez:

«¡El pulso! Debí tomarle el pulso».
 

 


Fotos de las películas: The mirror, Rec y Hannibal
 


domingo, 18 de agosto de 2013

Relato: el penúltimo vagón



Subió al último vagón que estaba vacío. Se dejó caer en una banqueta de plástico duro, y cerró los ojos. Pese al ruido de la máquina, tuvo que hacer un esfuerzo por no quedarse dormida allí mismo; no quería correr el riesgo de pasarse de estación, ya que aquel era el último tren.
La idea de permanecer el resto de la noche en un andén del metro desierto, o peor aún, de tener que regresar andando hasta su casa, no resultaba para nada atractiva.

Al pensar en esto vio su reflejo en el cristal que tenía frente a ella: necesitaba un corte de pelo, y adelgazar. Lo primero era más fácil; lo segundo parecía imposible: ninguna dieta funcionaba. Moriría gorda, «qué se le va a hacer».

En la parada siguiente vio con inquietud a tres jóvenes de aspecto descuidado que se acercaron al tren; por suerte entraron en el vagón de adelante.

Ella desde donde estaba ubicada, podía ver a través de la puerta acristalada el interior del vagón vecino.
Cerró los ojos un instante. Los abrió cuando creyó oír un grito por encima de aquel ruido infernal.
Estaban cruzando uno de los túneles negros que atravesaban el bajo vientre de la ciudad, y las luces del interior parpadearon, como solía ocurrir con frecuencia.
La mujer miró por el cristal de la puerta ubicada en el extremo del vagón, y vio que uno de los jóvenes intentaba abrir la puerta del suyo con un gesto desesperado. El chico levantó los ojos y al ver a la mujer comenzó a aporrear el cristal gritando algo.
Ella no sabía qué hacer. ¿Estaba drogado el chaval?
De repente el joven desapareció de su vista, y las luces volvieron a parpadear. «Lo que faltaba» pensó. Volvió a mirar hacia el vagón de adelante, y con un sobresalto descubrió que el cristal de la puerta tenía salpicaduras de un líquido color rojo.
Se incorporó asustada y en aquel instante apareció el rostro ensangrentado de otro joven, cuyos ojos desorbitados se clavaron en la mujer. Ella se estremeció: algo horrible estaba ocurriendo allí. Después se apagaron las luces.
Decidida, se levantó y a tientas buscó el botón de emergencias para detener el tren. No lo encontraba. Tropezó en la oscuridad y se golpeó una rodilla. ¿Cuándo volvería la luz?
En respuesta esta llegó, parpadeante y débil.
Fue hasta el botón y lo pulsó. No oyó nada. ¿Había sonado?
Algo atrajo su mirada hacia el vagón de adelante: este continuaba a oscuras.
Entonces se dio cuenta de que hacía tiempo que el tren no se detenía en ninguna estación. ¿Dónde se encontraban ahora?
Miró su reloj: habían pasado quince minutos. Cinco más y llegaría a su parada. Allí pensaba dar aviso al guarda de seguridad.
Con esta idea volvió a sentarse, un poco más tranquila.
Momentos después resonó un alarido por encima del ruido del tren, proveniente del vagón delantero, todavía a oscuras.
La mujer volvió a incorporarse, con la respiración entrecortada por el miedo, cuando se apagaron todas las luces.
Luego escuchó un ruido de cristales rotos; a continuación alguien estaba intentando abrir la puerta de su propio vagón.
Con la garganta cerrada por el pánico corrió hacia el otro extremo. Era inútil: estaba atrapada allí.
«¡Dios mío, Dios mío!»
Su grito se mezcló con el gemido de los motores del tren en marcha.
Una voz impersonal anunció la llegada a la estación final del recorrido.




Las imágenes son de la película The midnight meat train.

viernes, 16 de agosto de 2013

Rincones de Málaga: calor, verano, playa y sol


Málaga, Costa del Sol, al este, en un barrio costero de antiguos pescadores.
Espero que disfruten con las fotografías:

Pescando en la costa del barrio de El Palo

Día de playa


Una siesta a la sombra de la palmera

Seguimos en la playa



La feria está cerca...

Esos ojitos...

Explosiones de color y aromas en cada esquina


Me atrajo este rincón

No he podido evitar sacar esta foto...

jueves, 15 de agosto de 2013

Pensando en voz alta: este sistema es un invento


Necesito hacer catarsis. Un desahogo, sin más, es todo lo que pretendo. No enarbolo ninguna bandera ideológica, ni política, ni de fronteras ni nada.
Quiero señalar algo evidente que suele ir presentado como realidad única e indiscutible, es decir, como «dogma de fe».
Damos por sentado un sistema que ha sido inventado por un grupo, aceptado por otros y consentido por la mayoría. Y me refiero a cómo están organizadas las cosas.
Es decir, a las fronteras, a las empresas y a la sociedad occidental en general.
Dentro del paquete aceptado y consentido, entra eso que llamamos «democracia»: un voto cada cierto número de años que nos deja en la falsa creencia de que somos nosotros los que tomamos las decisiones, y por lo tanto, que somos adultos libres y protagonistas. Y en lo único que nos convierte ese gesto, es en consentidores.
Porque en definitiva, ¿qué significa ese voto?: que consiento en que otros decidan por mí. Esa es la verdad, según mi opinión.
Un tema sangrante de este sistema inventado: el trabajo en relación de dependencia. Se ha convertido en la gran «perversión», consentida por los «dependientes»: entregamos ocho horas diarias de nuestra vida, durante varias décadas, a cambio de un sueldo que en la mayoría de los casos, ni mucho menos representa el fruto de nuestro esfuerzo, ya que no participamos en las ganancias que producimos; y el síntoma no es solo el hecho de que no disfrutamos de una vida holgada con lo que otros deciden pagarnos a fin de mes, sino que algo mal está ocurriendo para que en general el trabajo esté considerado como un «castigo», y que todos los días al salir del trabajo sintamos el mismo alivio que un reo siente cuando sale de prisión.
No le pasará a todo el mundo; pero puedo asegurar que a muchos sí. Y mi reflexión se refiere a esos muchos.
Esos síntomas son para mí la señal de que algo no está bien. De que urge un cambio.
Cuando no somos «dueños» de nuestro trabajo, ni de los frutos ni de sus ganancias.
Es otra forma de esclavitud.
Y qué hablar de la «jerarquía» de mandos que tienen muchas empresas: en algunos casos quien sostiene con su trabajo esa estructura, debe, como un menor de edad, dar cuenta de todos sus movimientos y por ejemplo, pedir permiso para ir al servicio, para comer, para descansar.
Esto: ¿no es esclavitud? ¿Estoy exagerando?
Dar a otros el poder sobre mi libertad, mi tiempo y mi vida: ¿no es un modo de esclavitud?
Lo más grave, a mi entender, es que la gran mayoría de la gente aceptamos y nos resignamos a soportar este estilo de vida hasta después de jubilarnos.
Me parece el colmo: que otros decidan lo que yo cobro después de décadas de trabajo y de retener parte de mi sueldo todo ese tiempo.
¡Ah! Y la famosa mentira generalizada de que lo público es gratuito. Pero eso es otro tema.
Vuelvo a insistir: todo este sistema es un invento. ¿Bueno, malo?
«Por sus frutos los conoceréis» dijo el Maestro. Gran verdad.
La pregunta que altera mi sangre es: ¿por qué la mayoría de nosotros consentimos, al precio de nuestra libertad e incluso de nuestra felicidad, las perversiones de este sistema?
La respuesta que he encontrado es que tenemos la engañosa idea de que no hay otra alternativa; o de que la alternativa sería quedar en la calle, morirnos de hambre, o el caos. En el fondo, creemos que somos incapaces de merecer otra cosa mejor.
Es decir: otros nos ponen límites a mi entender injustos y arbitrarios, y nosotros los aceptamos.
¡Y los votamos, y mantenemos sus estilos de vida millonarios a costa de, repito, nuestra libertad y bienestar!
Urge un cambio. Urge tomar conciencia de esto. Despertar. Querer y estar convencidos de que otra alternativa es posible.
Descubrir que merecemos mucho más que ser esclavos o estar a merced de un sistema inventado por los pocos que se benefician de él. Merecemos una vida buena y próspera; merecemos ser dueños de nuestro tiempo y del fruto de nuestro trabajo.
Merecemos disfrutar haciendo lo que amamos hacer.
Merecemos el mundo que soñábamos vivir cuando éramos niños.
Y termino haciendo mía esta frase que se está repitiendo mucho últimamente, como signo de que ya algo (o mejor dicho, muchos de nosotros) está cambiando:
¡Sí podemos!
Un abrazo.




domingo, 11 de agosto de 2013

Pesadilla




La mujer tuvo la horrible sensación de caer por un precipicio, con el cuerpo suspendido en el aire. No tenía dónde asirse; a toda velocidad caía sin remedio.

Emitió una exclamación y su propio sonido la despertó. Abrió los ojos y al principio no vio nada; calculó que serían las tres o las cuatro de la madrugada.

Se dio la vuelta hacia la mesilla de noche a su izquierda, y miró las agujas fosforescentes del reloj: señalaban las tres menos cuarto.

Entonces oyó algo; alzó la cabeza y prestó atención.

Parecía provenir del pasillo que comunicaba con el comedor. Imposible que hubiera alguien: esa noche estaba sola en casa.

Se levantó pensando que quizás sería un ruido de la calle, pero quería identificarlo para estar más tranquila.

No encendió ninguna lámpara: se sentía cómoda al moverse en la oscuridad. Además tampoco hacía falta, porque la luz de afuera penetraba a través de los visillos, dibujando los contornos familiares de los muebles.

«Luna llena» pensó distraída.

Volvió a repetirse el sonido, esta vez en la cocina. Cuando llegó allí, no vio nada fuera de su sitio.

Aprovechó la ocasión para beber agua; hacía calor y ella siempre tenía sed durante la noche.

Regresó al dormitorio y se acostó. Casi de inmediato se quedó dormida.

Al rato la despertó algo aterrador: la sensación de que había alguien junto a su cama, mirándola.

No se atrevía a abrir los ojos. Permanecía inmóvil, con miedo hasta de mover el pecho para respirar.

Estaba segura de que había un intruso allí mismo, en su habitación, a pocos centímetros de distancia. Hasta podía percibir el olor que emanaba de él: una mezcla de tierra mojada y sudor. No estaba soñando.

En aquella posición, boca arriba y con los ojos cerrados, sentía crecer su temor. «Dios mío, ¿qué voy a hacer?»

Sin pensarlo más, levantó los párpados de repente: nada.

¿Nada? Recorrió con la vista a su alrededor: la ventana, las sillas, la puerta del armario.

¿Entonces era un sueño? Mejor dicho, una pesadilla.

Respiró hondo y sintió que sus músculos se aflojaban por el alivio.

Había comido demasiado en la cena. No cometería el mismo error: odiaba tener pesadillas.

Medio temblorosa todavía, se incorporó y apoyó los pies descalzos en el suelo; necesitaba ir al baño.

Al instante sintió que algo la cogía por los tobillos y tiraba hacia abajo. Quiso desasirse a la vez que gritaba y daba manotazos en el aire; tropezó y cayó de bruces sobre la moqueta, creyendo todavía que aquel sueño no había terminado, y era espantoso porque lo sentía muy real.

De hecho el dolor, la fricción de su cuerpo contra el suelo, las dos manos desconocidas que como garras aprisionaban sus piernas y jalaban de ella hacia atrás; los jadeos y gruñidos que se mezclaban con sus propios sollozos: todo era demasiado real.

¡Quería despertar! ¡Por favor que alguien la despierte!

El horror fue mayor cuando notó que lenta e inexorablemente iba siendo atraída por aquello que se escondía bajo su propia cama.

«Esto no es real» insistió.

Gritó y suplicó una vez más.

Despertó desnuda y magullada dentro de la bañera, en medio de la noche.

«Qué pesadilla más espantosa» pensó.

Con dificultad se incorporó para volver a acostarse. Antes encendió la lámpara y sintiéndose un poco tonta se puso de cuclillas y miró bajo la cama.

Después, mientras se acomodaba para dormir, algo llamó su atención.

En los tobillos tenía la marca de cinco dedos.

Acababa de cruzar otro umbral en su pesadilla.
 

 

 Nota: las imágenes que he elegido son de películas que han sido la causa de muchas de mis pesadillas...
 

 

 

 


lunes, 5 de agosto de 2013

El amigo secreto

Comenzamos la semana con un relato: «el amigo secreto».
Quiero antes decir que las historias de terror o drama que más me logran estremecer, son las que tienen como protagonistas a los niños.
Este breve relato está inspirado en un episodio fugaz que escuché mientras andaba por la calle: el grito de un adulto y a continuación, el llanto de un niño.



Toda su infancia estuvo marcada por palos y gritos. Su hermano mayor era más fuerte y más rápido que él, de este modo escapaba a la furia de los adultos con facilidad; pero no era su caso.

Él era pequeño y enclenque, y su sola presencia parecía exacerbar la frustración en la que vivían sus padres.

Los insultos solían estar acompañados por bofetadas o azotes con el cinturón.

Se sabía la letanía de memoria: «vago, inútil», «porquería, basura», «no sirves para nada», «ojalá no te hubiese parido», «engendro del diablo»...

Cuando iba a parar al hospital, también conocía al dedillo las respuestas que debía dar a los médicos: «me caí jugando», «tropecé y resbalé», «no vi el escalón».

Condenado a aquel infierno, sus únicos momentos de solaz eran por la noche, cuando en la habitación a oscuras hablaba durante horas con su amigo secreto. Este no le hacía reproches ni se burlaba de él. Lo escuchaba con atención; lo comprendía.

El día que cumplió nueve años, el regalo que recibió de su padre fue una brecha en la cabeza que no dejaba de sangrar, y una súbita revelación: hiciera lo que hiciera, ellos nunca lo querrían. Jamás.

Aquella noche compartió sus pensamientos con el amigo secreto, y como en todos sus encuentros, este los recogía, así como el dolor de la herida, de las magulladuras y los sentimientos de rabia e impotencia, y lo guardaba todo en su saco invisible.

El niño a menudo le preguntaba qué hacía con aquello; ¿no era mejor tirarlo a la basura?

La respuesta era siempre la misma: el amigo secreto sonreía y decía que ya le encontraría alguna utilidad.

Lo que podía asegurar el pequeño herido era que tras hacer eso con sus cosas malas y tristes, él se sentía mucho mejor. Más fuerte y animado.

Por este motivo no pudo negarse cuando el amigo secreto le pidió algo a cambio por primera vez. No sabía en qué consistía, solo que se trataba de una cosa que debería hacer cuando cumpliese los quince años.

Dio la mano al amigo secreto para sellar la promesa, y al estrecharla la notó muy fría. Estaba acostumbrado a esas rarezas.

Cuando por fin llegó aquel día, al cumplir los quince no era mucho más alto que a los nueve. La única diferencia era que su cara se había llenado de granos, provocando mayor rechazo en los adultos. Las palizas se multiplicaban.

Esa misma noche el amigo secreto reclamó el cumplimiento del pacto, y le explicó que no debía hacer nada especial; tan solo prestarle un rato su propio cuerpo. El adolescente aceptó sin entender a qué se refería.

Despertó en un sitio desconocido, hecho un ovillo en el suelo sucio, junto a la entrada de un bar al borde de la carretera.

Tenía cortes en ambas manos y le dolía todo el cuerpo.

Una mujer se apiadó de aquel niño flaco de rostro triste, así que lo hizo entrar al bar y le dio de comer.

Había poca gente allí, y todos comentaban la noticia que acababan de oír por la radio.

«Los cadáveres estaban decapitados». «Se trataba de un matrimonio y su hijo menor, cuyo cuerpo aún no ha sido encontrado».

Él comprendió allí mismo que el plan había funcionado.

La camarera que estaba sirviendo la leche parpadeó sobresaltada: creyó ver que las pupilas del chico se volvían rojas de repente.

Entonces ella, con un estremecimiento interior se dio la vuelta y susurró en tono muy bajo:

–«Vade retro, Satanás».
 
La profecía

Los niños de San Judas
 





viernes, 2 de agosto de 2013

Tres días y dos noches

Este no es un relato. Es una historia que se inició el martes y tuvo su fin ayer. Tres días, y dos noches.

Mi visitante alada


Comenzó al mediodía, cuando descubrí que una pequeña golondrina asomaba su cabecita por encima del borde de la ventana, al otro lado del cristal. Abrí la ventana para ver si se movía, pero no lo hizo, así que la cogí con cuidado y en ese instante decidí hacerme cargo de su bienestar.

Convivo con dos gatas, de modo que lo primero que hice fue ubicar al pequeño pájaro en la habitación de invitados, dentro de una caja de cartón, lejos de las miradas curiosas y los bigotitos inquietos.

Lo segundo y más urgente era encontrar información sobre el tema: debido a mi ignorancia al respecto, necesitaba orientación y ayuda para conseguir la recuperación de la visitante y su retorno a la libertad. Así que tras consultar con un veterinario del barrio, comencé la delicada tarea de hidratar y alimentar a la «chiquitina» (así la he bautizado, no sé si era macho o hembra).

Como no estaba del todo tranquila, llamé por teléfono a varios sitios donde suponía que podía recibir instrucciones más específicas, o directamente que gente especializada en el tema se hiciera cargo de la golondrinita.
Lo voy a contar con «nombres y apellidos», es decir, identificando los sitios donde busqué ayuda. La cronología de mis llamadas:

* Contacté con CREA (Centro de recuperación de especies amenazadas); por error llamé a Sevilla -estoy en Málaga- y la mujer que me atendió indicó que ellos podían hacerse cargo del animalito si yo lo llevaba al centro. Cuando le dije dónde estaba, ella me remitió a CREA de Málaga.

* A continuación llamé a CREA de Málaga, y una mujer responde a mi solicitud de ayuda diciendo que no me puede explicar por teléfono lo que debo hacer con el ave, que me informe en internet, y cito sus palabras: «allí hay mucha literatura sobre el tema»; y para rematar el asunto, que ellos no se hacen cargo. Punto.

* Azorada, decido llamar al teléfono de Atención al Cliente de Medio Ambiente de Andalucía: un joven operador me da la siguiente información: las golondrinas no son especie protegida en esta comunidad. Punto.

* Más desorientada todavía, llamé a GREFA (Grupo de rehabilitación de la fauna autóctona y su hábitat) y aquí por fin encontré a alguien que empatizó si no conmigo, con la situación que le estaba planteando: ella -la mujer que atendió la llamada- me dio indicaciones que fueron muy valiosas para mí, y me sugirió contactar con una veterinaria especializada en aves.

Por fin, la última llamada sería la definitiva: una clínica de aves exóticas que me dieron turno para ver a la golondrinita.

De este modo mi visitante alada viajó en taxi, y luego fue pesada, revisada, posó para una fotografía que le hizo el veterinario; por fin sentí que iba por buen camino. Me especificaron instrucciones sobre la rehabilitación y algo muy importante: la puesta en libertad de la pequeña.

Finalmente ayer pasadas las diez, después de haberle dado la tercera o cuarta toma de su alimento, la chiquitina se mostró inquieta y movió las alitas por primera vez, en señal de que ya estaba lista para partir.

Con temor pero con la certeza de que había llegado el momento, abrí el ventanal de la terraza acristalada y la impulsé suavemente: ¡se alejó volando!
No puedo describir lo que experimenté en aquel instante.

Contemplo ahora mismo la bandada que suele volar durante todo el día frente a mi ventana, mientras escribo estas líneas.
En mi interior guardo esta «perla de luz»: una de aquellas pequeñas aves que cruzan el cielo en libertad, conoce el sonido de mi voz.
No fue casual que eligiera mi casa. Todos sabemos que ellas traen mensajes de buen augurio y esperanza. Y fue lo que recibí después de tres días y dos noches.

Esta es la foto que le sacaron en la clínica.
Nota: cuando la vieron en la clínica, me dijeron que era un vencejo en realidad. Para mí siempre será «la chiquitina», y ya está.