Durante
su turno de noche, el joven técnico en ambulancias y su compañera recibieron el
aviso, y no tardaron más de quince minutos en llegar al domicilio en cuestión.
La
llamada había sido confusa, de modo que ignoraban con qué se iban a encontrar
allí.
Se
trataba de un quinto piso sin ascensor.
Utilizaron
sus linternas porque la escalera carecía de bombillas.
Sus
fosas nasales se vieron invadidas de inmediato por un fuerte olor a orines y
basura en descomposición. El técnico hizo un comentario jocoso al que su
compañera no respondió.
Llegaron
a la planta en cuestión, y se dirigieron a la última puerta del pasillo. Las
manchas de humedad llenaban el techo y las paredes.
Había
un agujero sin cables en el sitio destinado al timbre, de modo que golpearon la
puerta varias veces con los nudillos, al tiempo que preguntaban si alguien
necesitaba ayuda.
Ambos
se sobresaltaron al oír un portazo a sus espaldas, y vieron a dos adolescentes
desaliñados que bajaron corriendo las escaleras. La compañera del técnico, que
era enfermera, los llamó en voz alta, pero los jóvenes no se detuvieron.
Volvieron
a golpear la puerta. Tampoco esta vez hubo respuesta.
Entonces
el técnico hizo una prueba: cogió el picaporte y empujó. Este hizo un «clic» y
la puerta se abrió. Los dos se miraron; luego anunciaron su presencia, y
entraron al domicilio.
Una
bombilla iluminaba la habitación donde hallaron el cuerpo.
El
hombre se había colgado de las vigas del techo.
Aquel
no era el primer muerto que veían, ni el primer suicidio que atendían. Sin
embargo el cuadro que ahora tenían ante ellos los impresionó.
La
estancia carecía de muebles, excepto una banqueta que estaba tumbada a los pies
del cadáver.
Las
paredes estaban pintadas de color gris sucio, y la única ventana había sido
sellada con tablas de madera.
Después
estaba el olor: una mezcla nauseabunda de excrementos y carne en estado de
descomposición.
El
varón contuvo una arcada; no quería ponerse en evidencia delante de su
compañera, que parecía menos afectada que él. Salvo por dos grandes manchas de
sudor bajo las axilas –era una noche fría– la joven mantenía en general una
actitud serena y profesional.
Sabían
que no había que tocar el cuerpo hasta la llegada de los forenses, así que
dieron la espalda al cadáver y se dirigieron a la habitación contigua, que era
la cocina. Debían llamar a la central.
Ambos
estaban sacando sus móviles cuando lo oyeron: era un gemido y venía de la
habitación principal.
¿Acaso
había entrado alguien en el apartamento?
Rápidamente
regresaron allí: se había ido la luz. Sacaron nuevamente sus linternas y se
quedaron petrificados; ahora el gemido se sintió muy cerca, a sus espaldas. El
técnico vio con espanto una sombra que se abalanzó sobre su compañera de
repente, tumbándola en el suelo mientras ella gritaba e intentaba escapar.
El
joven sacó su móvil con mano temblorosa pero no llegó a marcar el número de la
policía. Algo pesado lo aplastó contra la pared, y por un momento sus ojos se
cruzaron con los de su atacante.
Cuando
el cuchillo rebanó su garganta, pensó por última vez:
«¡El
pulso! Debí tomarle el pulso».
Fotos de las películas: The mirror, Rec y Hannibal