domingo, 26 de mayo de 2013

Relato del escriba del Infierno: adolescentes.

Todos sabemos cuál es nuestra peor pesadilla.
En una época, hace mucho tiempo ya, soñaba que caía en un abismo sin fondo, infinito, aterrador. Otras veces era alguien, un ser sin rostro que me acechaba y perseguía con intención de matarme.
Dicen que las pesadillas hablan de nuestros miedos.
Uno de los más populares y extendidos es el miedo a morir.
Aunque yo ya estoy muerto. Mis pesadillas actuales no son fruto de la fantasía respecto a algo que podría ocurrirme en el futuro; son hechos que ya han ocurrido; son historias que escucho sin cesar en esta eterna vigilia nocturna.
Porque en la celda donde cumplo condena es de noche; así que escribo a tientas lo que otros me dictan, relatando las cadenas de sucesos que los han traído hasta este sitio infernal.
Detrás de cada acción, hay una elección. Y detrás de la elección se encuentra el motivo. Las razones.
Hay una gran variedad, pero muchas se repiten: egoísmo, ambición, venganza. Codicia; vanidad.
Todo esto aderezado con una gran dosis de necedad, y el resultado es este: una plaza en el infierno.
Vayamos entonces a lo que hoy ha ocupado mis horas muertas.
Un relator. Una historia.
Se trataba esta vez de un grupo de alumnas de instituto que todos los años, durante el comienzo de la primavera, iban de acampada acompañadas por un equipo de adultos, en general profesores y padres.
Era un colegio privado de niñas, y las jóvenes en cuestión tenían quince años.
Cada año solían acudir a un sitio distinto, así que esta vez conocerían una abadía de monjes benedictinos cuya propiedad colindaba con el parque donde establecerían el campamento.
Llegaron al mediodía, tras dos horas y media de viaje en autobús, entre canciones de los boy scout, anécdotas divertidas del año anterior, y el intercambio a hurtadillas de mochilas repletas de provisiones prohibidas: alcohol, patatas fritas y cigarrillos.
La marihuana quedaba reservada para el grupo de las «ovejas negras» del curso. Su líder se llamaba Nina, y había declarado la guerra a los adultos, comenzando por sus padres e incluyendo los profesores y la autoridad en general.
Era una adolescente muy inquieta, lo cuestionaba todo y se aburría con facilidad. Por eso siempre estaba en búsqueda de nuevos retos.
Si bien se encontraba allí obligada por sus padres, pensaba aprovechar la oportunidad para divertirse y demostrarse a sí misma que en el fondo, ella seguía sus propias reglas.
Así que tras organizarse en grupos para armar las tiendas de campaña, los coordinadores dieron a las adolescentes tiempo libre hasta la comida, y de este modo ellas hicieron un recorrido espontáneo por el lugar.
El parque propiamente dicho no tenía nada de especial, pero la propiedad ubicada al norte de éste era otro cantar. Una de las profesoras convocó a quienes estuviesen interesadas en conocer la abadía, y todo el mundo se apuntó para la visita. Incluso Nina y sus amigas. Eran dos: Ana, alegre por naturaleza y con pocas ganas de estudiar, y Sara, deportista, muy lista pero con problemas familiares: sus padres se habían separado recientemente.
Cuando el grupo llegó a la abadía, fue atendido por un monje muy cordial que se encargó de guiar a las jóvenes en su recorrido por las dependencias donde eran admitidas las visitas, o sea la hospedería, la capilla principal y el campo santo.
Este último sitio suscitó un interés morboso por parte de las alumnas, que esperaban ver siniestras figuras aladas custodiando las tumbas. Se llevaron una decepción cuando hallaron un prado sembrado de sencillas cruces de madera, adornadas con pequeños canteros cubiertos de flores. El monje que hacía las veces de guía iba explicando la historia y contando anécdotas para amenizar la visita, consiguiendo la atención de sus oyentes cuando nombró un desdichado sitio que se ubicaba al sur de la abadía, fuera de los límites de esta.
Los lugareños le llamaban «el Cerro de la matanza», y la razón se refería a los hechos acaecidos en aquel lugar hacía más de quinientos años.
Toda la zona en aquella época estaba poblada por indígenas, hasta la llegada de los hombres blancos desde el otro lado del océano.
Al parecer, en el cerro en cuestión los colonizadores tomaron como cautivos a una tribu entera y allí mismo los exterminaron, pasándolos por la espada a todos sin excepción: hombres, mujeres, ancianos y niños.
El campo quedó literalmente cubierto de cadáveres.
Un rumor se extendió por el lugar: aquellos muertos no descansaban en paz, sino que vagaban sin rumbo buscando justicia.
De este modo nadie se aventuraba a pasar por allí durante la noche, so pena de encontrarse con algún fantasma torturado.
Incluso había quienes afirmaban haber escuchado gritos y alaridos provenientes del cerro, alguna noche de luna llena.
Tras relatar su pequeña historia de terror, el monje llevó al grupo hasta los pies del monte, y las jóvenes treparon con entusiasmo hasta la cumbre, que consistía en una pradera bordeada de arbustos altos, con una gran cruz de hierro plantada en medio, y una serie de cruces más pequeñas alrededor, que simbolizaban las estaciones del vía crucis.
La líder de las rebeldes, Nina, ya tenía un plan para aquella misma noche.
El resto de la jornada transcurrió con relativa tranquilidad, hasta que a la medianoche todo el mundo se retiró a sus tiendas de campaña para descansar. Al día siguiente debían levantarse temprano.
Nina y sus amigas permanecieron despiertas más de una hora, y cuando supusieron que ya todo el campamento dormía, salieron con sus linternas y las mochilas, en dirección al Cerro de la matanza.
No era muy lejos, aunque esa noche no había luna, así que la oscuridad les impedía avanzar con rapidez.
Lo identificaron gracias a la alta silueta negra de la cruz principal.
Las tres treparon hasta llegar a la cumbre, y allí descargaron sus mochilas, dispuestas a beberse toda la cerveza que habían llevado.
Llevaban un rato de esta guisa, cuando Sara creyó ver algo. Entre los arbustos, señaló.
Ana era la más miedosa del grupo, así que enseguida dio un salto y exclamó que había sido una mala idea, que lo mejor sería regresar al campamento.
Sara opinaba lo mismo, y fue entonces cuando Nina mostró sus dotes de líder persuadiendo a ambas para pasar la noche allí, y demostrar a todo el mundo que las historias de fantasmas contadas por los adultos eran puro cuento.
Así que sus amigas, más para no decepcionarla que por convencimiento propio, se quedaron.
Para entretenerse decidieron hacer una apuesta sobre quién contaba la historia más terrorífica, y cuando Sara comenzó su relato, ocurrió.
Ana lo vio primero: una sombra enorme salió de la oscuridad, armada con un hacha. Las tres chicas corrieron chillando desesperadas tratando de escapar.
Nina había cogido una linterna, pero sus amigas no. Ella descendió a tropezones, cayendo, rodando e incorporándose, mientras oía los gritos de las otras dos jóvenes que la seguían detrás. Nina, con las rodillas despellejadas y casi sin aliento, corrió, corrió, corrió… La linterna se apagó; de todos modos no habría servido de mucho: ella ignoraba adónde se dirigía; solo quería alejarse, esconderse y escapar.
De repente, ya no se oyeron más gritos.
Solamente el latido de su corazón en los oídos y sus jadeos al respirar.
No se atrevió a darse la vuelta; no sabía si estaba lo suficientemente lejos.
¿Ana y Sara habían logrado escapar? ¿Estarían escondidas cerca de allí?
Mientras pensaba en esto, sintió que algo pesado se le echaba encima y la aplastaba contra el suelo.
«¡No, no, Dios mío, no, no!»
El hacha que comenzó a cortar su carne ya estaba ensangrentada.
No muy lejos de allí, los cadáveres de sus amigas bañaban con su sangre el suelo, al pie del Cerro de la matanza.
Luego la figura solitaria se inclinó sobre los tres cuerpos para llevarse sus trofeos: trozos de cuero cabelludo arrancado de las cabezas de sus víctimas.
Quien relató los hechos fue Nina, condenada a pasar una eternidad en el quinto círculo del infierno. Su destino final será semejante al de Sísifo, solo que en lugar de llevar una inmensa roca a sus espaldas, cargará con los cuerpos sin vida de sus amigas para siempre.
¿El asesino? Estaba loco. Y los locos reciben aquí un tratamiento especial.





 Nota: el "Cerro de la matanza" que es nombrado en el relato existe, y también la leyenda que explica su nombre. Se encuentra en un pueblo llamado Victoria, que pertenece a Entre Ríos, una ciudad de Argentina.

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