Paquito
era el «niño grande» del edificio. Consentido y mimado por todos, estaba
acostumbrado a los regalos y a las palabras amables. Su madre le llamaba «mi
niño especial», porque lo era: tenía el desarrollo mental de alguien de seis
años en el cuerpo de un hombre adulto.
Quienes
lo veían por primera vez se asustaban un poco: medía casi dos metros y pesaba
más de cien kilos. La nota discordante era su voz: suave y aguda, como si las
cuerdas vocales también se hubiesen detenido a temprana edad, al igual que su
mente.
Paquito,
inconsciente de todo esto, era feliz con su madre, sus hermanos mayores que lo
visitaban de vez en cuando, y el cariño de los vecinos.
Hasta
la llegada de la nueva inquilina: la joven que alquiló el octavo C.
Paquito
comenzó a escuchar las quejas y los comentarios a su alrededor en torno a la
recién llegada: que ponía la música muy alta, que hacía ruido hasta las tantas
de la madrugada, que tiraba las colillas encendidas y ¡hasta la basura! a la
terraza de los vecinos de abajo...
La
lista de cosas malas y feas que hacía la nueva vecina iba creciendo todos los
días, y según su madre, ni siquiera la policía podía ayudarlos.
La
mujer que más amaba en el mundo estaba nerviosa y triste; sus amigos, los
vecinos de toda la vida, también.
Un par
de veces la vecina «mala» se cruzó con ellos en el ascensor, con actitud
desafiante y una sonrisa de suficiencia en los labios. No devolvió el saludo;
eso a Paquito le molestó.
Pronto
sería su cumpleaños. Él ya sabía lo que iba a pedir al duende de los deseos.
Nadie
más que el duende podía hacer lo que todos ellos querían y no podían en
realidad.
Y
así fue. Aquella misma noche la vecina del octavo C no regresó a su casa.
Tras
varios días su familia hizo la denuncia.
Paquito
escuchaba los comentarios de su madre y de los vecinos: aquello era un asunto de
drogas; la vecina frecuentaba malas compañías y se había ido de allí sin pagar
el alquiler...
En
el fondo todos sentían un gran alivio.
Cuando
Paquito sopló las velas de la tarta, en su interior dio las gracias al duende
de los deseos.
Era
un secreto entre ambos, que nadie más debía conocer: la vecina mala dormía para
siempre escondida en el viejo refrigerador del sótano.
Había
sido idea del duende.
Paquito
sonrió: ¡cumpleaños feliz!