lunes, 29 de julio de 2013

Buenos vecinos



Paquito era el «niño grande» del edificio. Consentido y mimado por todos, estaba acostumbrado a los regalos y a las palabras amables. Su madre le llamaba «mi niño especial», porque lo era: tenía el desarrollo mental de alguien de seis años en el cuerpo de un hombre adulto.

Quienes lo veían por primera vez se asustaban un poco: medía casi dos metros y pesaba más de cien kilos. La nota discordante era su voz: suave y aguda, como si las cuerdas vocales también se hubiesen detenido a temprana edad, al igual que su mente.

Paquito, inconsciente de todo esto, era feliz con su madre, sus hermanos mayores que lo visitaban de vez en cuando, y el cariño de los vecinos.

Hasta la llegada de la nueva inquilina: la joven que alquiló el octavo C.

Paquito comenzó a escuchar las quejas y los comentarios a su alrededor en torno a la recién llegada: que ponía la música muy alta, que hacía ruido hasta las tantas de la madrugada, que tiraba las colillas encendidas y ¡hasta la basura! a la terraza de los vecinos de abajo...

La lista de cosas malas y feas que hacía la nueva vecina iba creciendo todos los días, y según su madre, ni siquiera la policía podía ayudarlos.

La mujer que más amaba en el mundo estaba nerviosa y triste; sus amigos, los vecinos de toda la vida, también.

Un par de veces la vecina «mala» se cruzó con ellos en el ascensor, con actitud desafiante y una sonrisa de suficiencia en los labios. No devolvió el saludo; eso a Paquito le molestó.

Pronto sería su cumpleaños. Él ya sabía lo que iba a pedir al duende de los deseos.

Nadie más que el duende podía hacer lo que todos ellos querían y no podían en realidad.

Y así fue. Aquella misma noche la vecina del octavo C no regresó a su casa.

Tras varios días su familia hizo la denuncia.

Paquito escuchaba los comentarios de su madre y de los vecinos: aquello era un asunto de drogas; la vecina frecuentaba malas compañías y se había ido de allí sin pagar el alquiler...

En el fondo todos sentían un gran alivio.

Cuando Paquito sopló las velas de la tarta, en su interior dio las gracias al duende de los deseos.

Era un secreto entre ambos, que nadie más debía conocer: la vecina mala dormía para siempre escondida en el viejo refrigerador del sótano.

Había sido idea del duende.

Paquito sonrió: ¡cumpleaños feliz!
 

 
Nota: las imágenes son de las películas Resident y The village

jueves, 25 de julio de 2013

Dedicado a los que han sufrido una tragedia...

Anoche Galicia y el resto de España fuimos sacudidos por un accidente que se cobró varias vidas, y que afectó a muchas otras para siempre. Ante la muerte, ante el dolor, ante la pérdida las palabras siempre se quedan cortas, pobres, limitadas.
He elegido compartir hoy una canción que escuché por primera vez en una situación parecida, tras un accidente que se llevó la vida de un ser querido. No puedo explicarlo, pero en estas ocasiones la música siempre ha sido un consuelo para mí.
Lo dedico a todos los que hoy lloran la pérdida.
Un abrazo muy fuerte.


Inmortality

martes, 23 de julio de 2013

Relato: luna llena

 


La luna llena era una aparición en medio del escenario nocturno. Aquel cuadro del cielo siempre había sido un consuelo para ella, hasta ese día.

Era muy tarde; sus amigas dormían en el bungalow que habían alquilado, y la playa estaba desierta. Tiró la colilla del último cigarrillo, recordando la pelea definitiva con su novio. Tanto tiempo juntos; tantos proyectos, tantos planes...

Alguna vez –lo sabía con certeza– se habían amado con locura. Quizás por ese motivo le costaba tanto aceptar aquel final.

Sintió un agudo dolor en el pecho; se dejó caer en la arena con un gemido y lloró hasta quedarse sin fuerzas, completamente agotada.

No supo cuánto tiempo transcurrió hasta el momento en que tuvo la sensación de no hallarse sola en la playa. Con los ojos entrecerrados vio cómo alguien se acercaba a ella a hurtadillas, oculto entre las sombras de las palmeras.

La joven se estremeció. No debería haberse alejado tanto del grupo. Era demasiado tarde; nadie podría ayudarla.

La luna que proyectaba su luz en las tranquilas aguas negras, fue el único testigo del ataque.

La arena absorbió la sangre; el aire recogió los gritos y el chapoteo de un cuerpo caído en el agua, que pronto la marea arrastraría hasta el fondo del mar, en una improvisada tumba.

Después, la calma.

Al poco tiempo un largo aullido sobrenatural rompió el silencio nocturno, y una sombra escurridiza se alejó de allí fundiéndose con la oscuridad.

Llegó la mañana, y las amigas que ocupaban el bungalow se levantaron con resaca.  Habían tenido sueños extraños; algunas de ellas incluso bromeaban por causa del olor a perro mojado que parecía invadir la habitación donde dormían.

Solo la paseante nocturna señaló lo que era obvio: se hallaban bajo el hechizo de la luna llena.

Entonces todas sacudieron sus patas y salieron correteando al exterior, entre ladridos de júbilo.
 
 
 
 
 
 


viernes, 19 de julio de 2013

La primera cita



La joven y guapa camarera servía las mesas con movimientos fluidos y rápidos; captaba al vuelo la señal de un cliente que quería más café, y se anticipaba a los deseos de los parroquianos ubicados en la barra, cumpliendo así un ritual que dejaba a todo el mundo contento.

En general nadie se atrevía a propasarse con ella, salvo algún imbécil de esos que entraban allí por primera vez y no conocían las normas; aunque el asunto era zanjado sin problemas con la expulsión del indeseable. No solían repetir el error.

Todo el mundo sabía que la chica era soltera y que vivía con su hijo, desde que ambos habían llegado al pueblo, cuatro años atrás.

Ella era muy reservada. Amable, sí, pero se notaba que prefería no hablar de sus cosas.

Sus compañeras de trabajo suponían que había sufrido una mala experiencia con un hombre; quizás estaba huyendo de algún maltratador, y por ese motivo no se comprometía con nadie.

También estaba la cuestión del hijo que jamás salía de casa y al que ella siempre se refería como «mi niño».

Respecto a este tema había opiniones diversas. Algunos decían que quizás se trataba de un retrasado mental; otros incluso dudaban de la existencia de dicho niño.

De todos modos la gente del bar la apreciaba y de vez en cuando arreglaban alguna cita a ciegas para ella, solo por el placer de verla divertirse.

La joven aceptaba con una sonrisa, salía con el candidato en cuestión y ahí terminaba todo.

Había llegado fin de mes: noche de viernes. A mediados de julio el calor era sofocante y el bar estaba a tope por los camioneros que hacían un alto en la ruta para cenar.

La camarera, al igual que sus dos compañeras, iba y venía sin descanso llevando pedidos y trayendo bandejas.

La cerveza corría alegremente entre las mesas, y cuando una jarra quedaba vacía, al instante se volvía a llenar con el líquido dorado y espumoso.

Pese a la cantidad de gente, la guapa camarera sintió que durante toda la noche alguien no le quitaba el ojo de encima. Se trataba de un hombre joven con una camiseta pegada al torso musculoso y el tatuaje de un ancla en uno de sus bíceps.

Ella sintió un escalofrío de anticipación: habían pasado ya varias semanas desde la última vez, y el individuo en cierto modo la atraía. Tenía aspecto saludable y limpio, y no parecía ser un psicópata.

Se encogió mentalmente de hombros, y pensó que el riesgo valdría la pena. Al día siguiente no trabajaba, así que podría dormir un par de horas más.

Cerca de las dos de la mañana terminaron de limpiar todo, y el jefe se encargó de cerrar. Como siempre que la joven hacía aquel turno, él le ofreció acompañarla luego hasta su casa. Ella esta vez no aceptó la invitación, ya que el hombre del brazo tatuado la estaba esperando afuera, apoyado en una moto grande y negra.

Se marcharon de allí y pronto llegaron al sitio donde vivía la joven camarera. Se trataba de una modesta casa prefabricada con un patio trasero, bastante apartada del resto de casas y con árboles alrededor.

El hombre preguntó lo evidente: ¿no le daba miedo vivir tan aislada de los vecinos, allí sola? Ella, mientras servía un vaso de vino en la minúscula salita, negaba con la cabeza y respondía que le gustaba vivir allí, donde disfrutaba de privacidad; además sabía utilizar la escopeta que guardaba en el armario.

Estuvieron charlando un poco mientras bebían; la joven acomodada en una banqueta, él sentado en el único sillón de la estancia.

Tras unos minutos el visitante se incorporó lentamente con una mirada extraña.

La camarera, petrificada, no se atrevía a moverse.

Se oyeron sonidos de cristales rotos, y el estrépito de la banqueta al caer al suelo. Un fuerte jadeo, y después el silencio.

El corazón le latía con fuerza, como en las demás ocasiones. Cogió el cuerpo por los brazos y comenzó a arrastrarlo hacia el cuarto de baño.

El destino era la vieja bañera manchada de óxido.

En la habitación de al lado comenzaron a oírse gemidos agudos y golpes contra la puerta cerrada.

«Calma pequeño, calma. Ya sé que tienes hambre. Mami pronto te dará de comer».
 

Nota: todas las imágenes pertenecen a la serie True Blood.

martes, 16 de julio de 2013

Naufragio

película The guardian

Calma chicha durante varias horas. El mar semejaba a un inmenso espejo negro inmóvil, en suspenso.

«No me gusta» pensó el hombre curtido en diez mil travesías como aquella. Se acercaban las tres de la mañana. Mal asunto. Sus compañeros y él mantenían las redes echadas desde la tarde anterior.

El mar continuaba sin moverse.

The guardian
«Mal asunto» se repitió.

El primer latigazo llegó del este. Un repentino fulgor blanco, y a continuación otro y otro.

No tuvieron tiempo de recoger las redes. El sonido que oyeron de repente fue espantoso: un aullido sobrenatural perforando el aire, que se llenó de chispas eléctricas.

El cielo ya no era negro: se había transformado en una terrorífica llamarada naranja, cargada de furia.

Los tres pescadores lo supieron entonces: esa noche sería la última de sus aventuras. Iban a morir. Aunque no lo harían sin oponer resistencia; se aferraron con todas sus fuerzas a lo que el viento y la tormenta aún no habían destrozado o hundido.

A ciegas y prácticamente sordos por el rugido constante del viento, presintieron el golpe de gracia: una ola gigantesca que los arrojó con fuerza a las entrañas del mar.

Uno de ellos, antes de caer en la inconsciencia, lo sintió: algo cogió su brazo y tiró con fuerza.

El segundo pescador lo escuchó: por encima del ruido de la tormenta, alguien lo llamaba por su nombre.

El tercer pescador lo vio: algo nadaba entre ellos, y creyó que se trataba de un delfín, hasta que  una larga cabellera apareció flotando entre la espuma.

Sus cuerpos fueron arrojados a la orilla.

Poco antes del amanecer, la tormenta se marchó tan rápido como había llegado.

Por un instante, una sombra femenina se proyectó en la arena mojada de la playa antes de desaparecer.

Al volver en sí, los tres hombres solo recordaban algo: un par de ojos azules, del mismo color que las aguas profundas del mar.




Titanic
 
 

 

lunes, 15 de julio de 2013

Fotos de una jornada de calor y color... Málaga

Nunca he de quejarme del calor, porque soy una enamorada del verano, el sol, el agua, los amaneceres tempranos y los atardeceres tardíos... De todos modos este fin de semana tuve la inspiración (gracias a las altas temperaturas) de prepararme una bebida que en mi tierra natal ayuda a calmar la sed, refresca y además es accesible a todo el mundo: EL TERERÉ.

Básicamente se prepara como el mate, pero en lugar de agua caliente, se utiliza agua fría (y si les gusta el limón, unas rodajitas le dan el toque perfecto)

Aquí les presento a mi «tereré» de este domingo:

 

Y como estos días en el barrio estamos de «Ferias marinas» que preceden a la festividad de mañana, el día de la Patrona de las gentes del mar, la Virgen del Carmen, ya al atardecer se encienden las luces de la Feria y comienza a escucharse la música...

Desde mi terraza se ve un trocito de esta iluminación; el resto del cielo es un glorioso atardecer con la luna en cuarto creciente coronando el cuadro:












Viuda por herencia familiar


 
 
Una fina llovizna empapaba la tierra recién removida. Eran las tres de la tarde: lo sabía por las campanadas que acababan de sonar desde la iglesia. La hora nona.

En el cementerio solo estaban ellos: el hombre de rostro solemne que en aquel momento cubría la tumba con paladas de tierra, y ella misma, envuelta en un abrigo que le quedaba pequeño, con la cara empapada y un pañuelo de papel retorcido entre las manos.

Estaba enterrando a su marido.

Se sentía tan agotada que ni fuerzas le quedaban para el dolor, ni para la rabia.

Mil veces. Mil veces le había hecho la advertencia, pero esta había caído en oídos sordos.

«No es mi culpa» se repetía.

En efecto, no lo era.

Cerró los ojos bajo la lluvia, y en su mente apareció la imagen del largo gabán oscuro colgado en el perchero. En la casa de su madre (donde ellos se habían mudado a vivir) siempre había estado allí aquella prenda. Recordaba cómo todos los días el gabán era cuidadosamente cepillado, y dos veces por semana lo aireaban al sol.

Cuando su madre falleció, ella heredó la casa con todas sus pertenencias. Incluido aquel viejo abrigo. Entonces su marido sugirió que por fin se deshicieran de él, pese a lo que todo el mundo sabía: el gabán debía permanecer allí colgado mientras ellos vivieran bajo aquel techo. Si no cumplían con esto, habría consecuencias.

Así fue. El mismo día que lo tiraron al cubo de basura, ocurrió el accidente que acabó con la vida de su cónyuge.

«No es mi culpa» volvió a pensar. Ella le advirtió varias veces antes de obedecer a su orden y echar la prenda al contenedor, eso sí, habiendo escondido antes en un bolsillo interior un papel con el nombre escrito del culpable.

La muerte, que no era tonta, había captado el mensaje.

Por fin el gabán volvía a estar en su sitio.

El hombre en su tumba.

Al alejarse de allí, la mujer ya estaba concentrada en la lista de la compra para el día siguiente.

Nota: fotos de la película "Las viudas de los jueves", y de la película "El pico de las viudas".

jueves, 11 de julio de 2013

Un intruso en la Feria de verano


Hoy he pasado por un barrio de la costa de Málaga. Me han atraído las luces, el bullicio y el aroma a nubes de azúcar. Estaban inaugurando la feria de verano. De modo que con sus juegos, sus perritos calientes, sus peluches y sus bandas de música, como todos los años, sin saberlo, habían invocado al espíritu de la feria.

Y cuando ejecutan aquel ritual inconsciente, también invocan otras cosas. Mejor dicho, estos días bajan la guardia y están tan distraídos con el espíritu de la feria, que no suelen percatarse del intruso que acaba colándose en la fiesta sin haber sido invitado.

Sí, ese soy yo. Me pongo mis mejores galas y entro como un rey. Lo gracioso es que nadie se da cuenta. Para los adultos, soy invisible.
Perfecto. Ellos no me interesan. Además su necedad suele facilitarme las cosas.

El imán infalible de las ferias son las criaturas tiernas, frescas y deliciosamente alegres que corretean sin parar a la vez que sus ojitos devoran entusiasmados todo lo que ven.
Ya lo sabéis: voy por los niños.

Soy quien les susurra que se suelten de la mano de sus madres, que tengan pataletas y queden rezagados mientras los adultos avanzan por delante y los pierden de vista. Me bastan unos pocos minutos. No preciso más.

Los suelo tentar con golosinas o algún cachorrillo entrañable para que abandonen las zonas de luz y se internen en los rincones en sombras, donde los espero con los brazos abiertos.
A veces tengo suerte con alguno. A veces incluso con dos.

Los viejos que tienen memoria son mis grandes enemigos. Ellos insisten en que los niños deben estar vigilados; machacan a las madres con eso de echar una ojeada bajo las camas antes de hacer dormir a los pequeños. ¡Aguafiestas! Es uno de mis sitios favoritos para jugar al escondite.

¿No me creéis, verdad? Contad a los niños que acuden esta noche a la feria. Luego, poco antes de que se apaguen las luces, contad a los que regresan a casa.

¿Os preguntáis quién soy? Soy el lobo de Caperucita; soy la bruja de Hansel y Gretel; soy Barba Azul…
Los antiguos cuentos infantiles hablan de mí; solo que vosotros los habéis olvidado.
Lo siento; debo abandonar esta interesante charla. Me espera una feria.



Nota: todas las imágenes son de la serie Carnivale.
          En la realidad hoy ha comenzado la Feria de verano en el barrio de El Palo. Pasé por allí y fue mi inspiración para este relato.

lunes, 8 de julio de 2013

Sentencia de muerte

«Hombre muerto caminando». «Hombre muerto caminando».

La frase resonaba una y otra vez en tanto el hombre, franqueado a ambos lados por dos seres sin rostro, recorría un pasillo aséptico pintado de gris, hacia su destino final.

Luego lo desnudaron, y lo metieron en una ducha – ¿para qué?– que azotó sin piedad su cuerpo por última vez.

Lo vistieron, y la tela áspera y gruesa le reconfortó.

El ambiente estaba invadido por un fuerte olor a lejía. Eso le traía malos recuerdos: su madre enferma y un invierno crudo y largo; interminable.

Oía voces a su alrededor, pero no hablaban con él. Siempre ocurría esto: cuando alguien lo ignoraba, su mente se llenaba de dudas. Pensaba: ¿existía acaso, o era solo un sueño de sí mismo?

«Hombre muerto caminando.»

Vio la camilla de metal. Faltaba poco ya. Lo hicieron recostar allí.

A continuación sintió las ataduras en sus manos y en sus pies. Cerró los ojos: la luz del fluorescente lo cegaba.

Frío; mucho frío.

Un pinchazo. Ardor. ¿Era el final? ¿Vería una luz, cruzaría el famoso túnel?

¿Su madre estaría esperándolo? Después de tanto tiempo… «Mamá».

Pasó una eternidad; o solo un instante.

Algo andaba mal. Le dolía: ¡cómo dolía aquello!

De repente una voz del exterior – ¿Dios?– que en aquel momento decía:

« –La cirugía ha ido muy bien, señor López. Hemos conseguido extirpar el tumor.»

 

 

 

 

sábado, 6 de julio de 2013

Fotos de un atardecer de verano. Al este de Málaga.

Comparto estas fotos que he hecho desde la terraza del piso donde vivo.








Por qué será que los atardeceres tienen ese inmenso poder de subyugarme, y hacerme devota fiel del instante en el cual el día muere; es decir, cuando en un agónico fluir de sombras la luz deja de existir.

jueves, 4 de julio de 2013

Ocurrió un 4 de julio


La chica no tendría más de dieciséis años, y todo indicaba que se había escapado de casa. Era la peor hora y el peor sitio para hacer autostop: en la carretera, en mitad de la nada, al mediodía de un jueves 4 de julio.
El conductor, meneando la cabeza interiormente, detuvo el coche unos metros más adelante, y vio que la joven se encorvaba bajo el peso de la mochila. Ésta seguramente pesaba más que su dueña, quien no superaría los cuarenta y cinco kilos.

El hombre esperó a que subiese al coche ocupando el asiento del copiloto, y sin disimulo recorrió con la mirada los brazos desnudos de su acompañante: no llevaba tatuajes ni se notaban marcas de pinchazos. Aunque por su extrema delgadez y el rostro demacrado parecía sufrir alguna enfermedad, o quizás simplemente estaba hambrienta.

Al hacerle un par de preguntas ella solo dijo que se dirigía al norte porque allí tenía parientes; luego apoyó la cabeza contra la ventanilla y cerró los ojos sin más.
El conductor suspiró; debería conformarse con eso. Se concentró entonces en la carretera prácticamente vacía, ya que a esas horas todo el mundo estaba participando de los festejos del día de la independencia.

Al atardecer decidió repostar en un motel junto a la gasolinera ubicada en la autovía transversal: ya había acudido varias veces allí y le gustaba; era un sitio apartado y discreto.
La chica aún dormía. El hombre frunció el ceño preocupado: ¿había cometido un error al recogerla? Ya era demasiado tarde para arrepentirse, así que tras aparcar la sacudió por el hombro levemente para despertarla. Tuvo que repetir el gesto hasta que por fin ella abrió los ojos.

Ambos comieron hamburguesas poco hechas; la joven bebió coca cola y él pidió cerveza. Luego el conductor le anunció que pasarían allí la noche, en una habitación del motel. La joven se mostró un poco aturdida con la noticia, pero no protestó. Más bien hizo un gesto de aceptada resignación; era evidente que de alguna manera se lo esperaba.
A esas alturas sabía que nada era gratis. Por lo menos el hombre no tenía aspecto de maníaco.

El conductor llevaba su equipo en una bolsa de deporte: esparadrapo, cuerda, una navaja y cinta adhesiva.
Sospechaba que esa noche el «trabajo» resultaría demasiado fácil; se sentía levemente decepcionado, pero aquello era lo único que había podido conseguir aquel día.

Ya en la pequeña habitación el hombre ordenó a la chica que tomase una ducha; mientras tanto él hizo los preparativos: cubrió el colchón con plástico, ató las cuerdas a los barrotes de la cabecera y dejó la navaja sobre la mesilla de noche.

Cuando la joven salió del baño todo fue muy rápido: no tuvo tiempo ni de gritar.

Con horror vio cómo la navaja abría su vientre con pasmosa facilidad y a continuación las manos desnudas se hundían en la herida para sacar los trofeos aún palpitantes y calientes.
Lloró y suplicó en vano. Mirando aquellos ojos que no parecían humanos supo que la agonía antes del final sería insoportable.

Poco después de la medianoche, nadie vio cómo una silueta menuda salía tranquilamente del motel y se subía a un coche; cómo ajustaba el asiento del conductor a su corta estatura y finalmente se perdía en la oscuridad.

No hubo testigos: todos estaban celebrando el 4 de julio.
Carretera al infierno

Carretera al infierno

On the road
 

martes, 2 de julio de 2013

Noche monstruosa

La mujer avanzaba por la calle desierta haciendo sonar sus tacones. Era joven, hermosa y despreocupada. Acababa de despedirse de sus amigas con quienes estuvo bebiendo unas copas y pasándolo bien como todos los jueves por la noche, después de cumplir el último turno en el supermercado.

Una brisa fresca agitaba los mechones de cabello suelto que se balanceaban al andar. Sonreía mientras recordaba un comentario de Marta, la única casada del grupo. Al despedirse en la puerta del bar ésta le había ofrecido quedarse a dormir en su casa, pero había rechazado la oferta.

Quería descansar en su propia cama, y tras echar un vistazo al reloj, pensó que llegaba a tiempo para coger el último tren que pasaba poco después de la medianoche.

En la calle no había nadie, exceptuando algún gato callejero cuya furtiva sombra se perdía en el callejón lateral, junto a los contenedores de basura.

Ella miró distraídamente en aquella dirección, volviendo al instante a clavar la vista al frente con paso rápido. Eran cinco o seis manzanas las que le quedaban por recorrer hasta llegar a la estación.

De repente las farolas de la calle se apagaron sin previo aviso. Qué fastidio. Por suerte la noche era bastante clara, y ella conocía aquel camino de memoria.

Entonces sintió un hormigueo de inquietud que le recorrió la espalda. Aceleró el paso, y maldijo los zapatos que llevaba puestos. Regalo de su madre: bonitos, pero demasiado incómodos.

Era una tontería, no había visto ni oído nada extraño. Solo ese escalofrío repentino que le había atravesado la columna, como en una ocasión anterior, antes de sufrir un accidente.

Concentrada en sus pensamientos, dobló la esquina y anduvo unos pasos más, hasta que titubeó y se detuvo: no reconocía aquel tramo de la calle.

Comenzó a reprenderse a sí misma, reanudando la marcha casi a ciegas, en tanto se repetía que debía mantener la calma, que era imposible perderse. ¡Por Dios! Si llevaba años haciendo aquella ruta.

A medida que avanzaba, las aceras se hicieron más estrechas, y los árboles parecían cambiar de forma, alargando las ramas hasta tocarse unos con otros y formar un techo que impedía ver el cielo sobre su cabeza. Sentía los latidos de su corazón; estaba en problemas. ¿Qué era todo aquello? ¿Acaso había bebido más de la cuenta? ¿Estaba soñando?

El ambiente parecía irreal; se había perdido y quería salir de allí lo antes posible.

Cuando se inclinó para quitarse los zapatos, lo sintió: una ráfaga de aire fétido que provenía de detrás de ella, de «algo» que se acercaba con rapidez arrastrándose por el suelo.

Presa del terror, comenzó a correr descalza y se adentró en la oscuridad cada vez más densa de aquel paisaje de pesadilla.

Respiraba entre jadeos y sollozos, notando cómo lo que la perseguía se acercaba inexorablemente, presidido por ráfagas de aire caliente y putrefacto.

Ella casi no sentía las piernas; corría desesperada, sabiendo que detenerse sería su sentencia de muerte o algo peor.

Entonces reconoció una silueta familiar: ¡el puente del río! Casi a ciegas se dirigió hacia allí y sin dudar un instante, saltó.

Al día siguiente los equipos de rescate de la policía hallaron el cadáver. Los periodistas que cubrían la noticia meneaban la cabeza: era el séptimo suicidio en un mes.

«Culpa de la maldita crisis», decían.

 



Las fotos pertenecen a tres películas: «La cosa», «Alien» y «El hombre lobo»; soy fiel seguidora del género; me encanta.

lunes, 1 de julio de 2013

Una reflexión: al iniciar de mes, es bueno refrescar propósitos...


Esto no es uno de mis habituales relatos de ficción, sino que hoy he decidido darme licencia para pensar en voz alta sin metáforas ni construcciones literarias.

Quiero compartir aquí algo que no hace muchos años descubrí, y que fue lo que «resquebrajó» mi sistema de creencias e ideas para comenzar este nuevo ciclo de mi vida, más auténtico, más rico, más fiel a mi esencia.

Lo que descubrí, o mejor dicho, comencé a considerar como algo cierto, es la sencilla afirmación de que en definitiva, soy yo quien elige el modo como he de vivir mi vida.

Absolutamente simple. No, no se trata del secreto celosamente guardado de los alquimistas sobre la fórmula para fabricar oro, pero creo que es igualmente valioso.

En definitiva, que el gran «quid» de la existencia es una cuestión de elección.

Desde que me levanto hasta que me acuesto, todo son elecciones. Decisiones. Es un tremendo poder, que pensándolo bien, da vértigo. Es lo que nos hace genuinos. Nuestra libertad de decidir cómo tejer el entramado de nuestras vidas.

Así que por una serie de pequeños incidentes cotidianos que me tentaron a caer en el «victimismo» que solo trae ansiedad y resentimiento, además de ser algo completamente inútil, decidí poner por escrito las elecciones que abrazo a partir de hoy.

Son éstas, y me ayuda tenerlas así visualizadas, de modo que las comparto por si ayudan a alguien más:

 Elijo nuevamente la libertad.

 Elijo vivir el presente libre de presiones interiores y exteriores.

 Elijo hoy ser feliz, dar alegría y cordialidad, dar tolerancia y paz.

 Elijo dar mi don, expresarlo y ofrecerlo a todo el que quiera recibirlo.

 Elijo hacer lo que amo sin condiciones, sin plazos, sin presiones.

 Elijo vivir sin miedo.

 Elijo liberarme hoy de la ansiedad por alcanzar objetivos.

 Elijo liberarme del apego al control.

 Elijo recibir y abrazar todo lo bueno, bello y verdadero que me da la Vida.

 Elijo amarme a mi misma sin condiciones.

 Elijo amar y aceptar el presente.

 Elijo amar a las personas sin condiciones, sin expectativas, sin ataduras.

 Elijo amar a todos los seres vivos, honrarlos y respetarlos como seres sagrados que son.

 Elijo amar, honrar y respetar a la madre Tierra.

 Elijo la gratitud como mi mejor plegaria.

 

Un abrazo y ¡feliz inicio de mes!




 
Las fotos son mías, las he sacado en mis paseos por la costa malagueña.