viernes, 17 de mayo de 2013

El escriba del infierno II: el nombre olvidado


Desde el otro lado de la pared, en mi pequeña celda sin ventanas, acabo de oír cómo se llevan a rastras a una joven relatora. No he podido verla, pero la adivino hermosa.
Si fuese capaz de albergar alguna emoción humana, habría elegido sentir compasión hacia ella.
Claro que entonces no estaría en el quinto círculo del infierno.

No recordaba su nombre. Muchos lo pierden al entrar aquí.
Comenzó a recitar su relato en voz baja, diciendo que ella había amado profundamente a su madre. También sentía cariño hacia sus hermanos, y un leve afecto hacia el resto de la familia.
Pero lo más importante, para que yo comprendiera -recalcó- era esa mezcla de admiración y deseo de aprobación que desde pequeña había sentido por su madre.

Ésta era una mujer ambiciosa, que había tenido que sobrevivir en un mundo tiranizado por los hombres. Se casó con un varón rico y de noble cuna pero débil, que vivía a la sombra de su implacable hermano.

La joven suspiró entonces para señalar que su madre jamás se había enamorado.
Pero ella sí.
Era impensable, estaba prohibido, rompía con todo lo sagrado y noble y decoroso según los cánones de la sociedad a la que había pertenecido.
Ella no había elegido enamorarse.
Ocurrió sin más, tras escuchar una voz profunda y clara que provenía de una alta silueta erguida al sol sobre una verde colina de su ciudad.
Tras el primer encuentro se sintió agitada y febril, como si hubiese caído víctima de alguna extraña enfermedad. Comenzó a tener dificultades para comer, para dormir, para concentrarse...
Y volvió a verlo. Entre una multitud gris la joven lo contemplaba hipnotizada, cuando alguien lo llamó y él, a lo lejos, cruzó sus ojos con los de ella. No ocurrió nada más. Para nuestra protagonista, sucedió todo un mundo.
Lo mantuvo en secreto; su madre, su astuta y perspicaz madre sospechaba algo, pero erróneamente lo atribuía a la visita de un joven heredero.
Y ella, como era una niña a la que nunca nadie le había negado nada, fue a buscar al objeto de su amor para reclamar correspondencia.

Él fue muy amable; casi tierno.
Era imposible; debía olvidarlo.
Estaba prometido a una causa más alta que el amor de una mujer.

¿Alguien se pregunta cómo el amor puede transformarse en odio? Pues éste es el camino adecuado para hacerlo -pensaba yo mientras mi pluma ensangrentada corría rápidamente, plasmando su historia-.
A partir de aquel momento, la joven volvió a sentir los mismos síntomas febriles e insomnes provocados antes por amor, pero nacidos ahora de unas inmensas ansias de aniquilación.
Sólo volvería a comer, a dormir, a reír, si él desaparecía de la faz de la tierra.
La ocasión no se hizo esperar.

Ocurrió durante una fiesta muy importante. La joven se luciría especialmente y su madre estaría orgullosa.
Varios fueron los aliados de esta venganza: su amor filial, la belleza de su cuerpo casi núbil y la lujuriosa vanidad de los comensales.

No necesitó hacer nada; ni siquiera estuvo presente cuando se lo llevaron y le quitaron la vida. Otros fueron quienes mancharon con sangre sus manos; otros dieron las órdenes; otros cumplieron su más profundo deseo destructor.

De repente, interrumpió su relato. Yo permanecí inmóvil, conteniendo la respiración, con la pluma suspendida en el aire.
Una pequeña gota roja cayó sobre el pergamino de piel humana extendido ante mí.
Entonces volvió a hablar, esta vez con un tono desesperado en la voz.
Sangre. Comenzó a ver sangre por todas partes. En las bandejas repletas de comida, en los cojines de su lecho, en la copa que llevaba a sus labios para beber.
Ante los ojos impotentes de su madre, el joven y hermoso cuerpo de su hija comenzó a consumirse. No había carne en sus huesos; su otrora esplendorosa melena roja se caía a mechones; las piernas ya no la sostenían.
Trajeron médicos de todas partes. Le practicaron sangrías para aliviar los malos humores; le hicieron beber brebajes inmundos; colocaron ventosas que quemaron la blanca piel de su espalda.
Hasta que una madrugada, acostada en su lecho, sintió que una mano helada comprimía su cuello, arrebatándole el aire para respirar.
Satanás había acudido a recoger su libra de carne.
A diferencia de otros, ella supo de antemano cuál sería su castigo: bailar...
Bailaría eternamente ante los demonios, llevando en sus manos una bandeja de plata con la cabeza de su madre.

Mientras se la llevaban, súbitamente recordó su nombre. "¡Salomé! -Gritó- ¡Soy Salomé!"

 Franz Von Stuck

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