sábado, 31 de octubre de 2015

La puerta negra (relato)




La joven enfermera acabó su turno poco antes de la medianoche. Sus compañeros la habían invitado después a una fiesta de Halloween, donde todo el mundo llevaría disfraces ridículos y correría mucho alcohol aderezado con relatos de fantasmas.
Ella rechazó la invitación. Estaba agotada, necesitaba dormir y además aquella parafernalia en la víspera de todos los santos le parecía una estupidez.
Cuando llegó a la puerta de urgencias del hospital, estuvo a punto de tropezar con un hombre que entraba en ese momento. La joven sintió el desagradable olor a cuerpo sucio e instintivamente retrocedió con una mueca de repulsión.
Lo miró a la cara y vio que se trataba de un anciano con aspecto de indigente, que llevaba una de sus manos envuelta en trapos manchados de sangre.
Él farfulló con fuerte acento extranjero:
–¡Ayuda! Corte en la mano... Dolor. Sangra mucho.
La enfermera replicó haciendo un gesto en dirección al interior del hospital:
–Coja el primer pasillo a la derecha, después la segunda puerta junto al ascensor. Allí le atenderán.
–Yo no conocer –balbuceaba el viejo–. ¡Acompáñeme!
La joven, impaciente y notando que comenzaba a palpitarle la sien izquierda, negó con la cabeza.
–No, yo debo irme. Dígale al guardia de seguridad que le muestre el camino.
Después traspasó la puerta de salida y sin mirar atrás comenzó a bajar las escaleras de la entrada lateral del edificio. Entonces a su espalda escuchó al viejo, que recitaba una especie de letanía en un idioma desconocido.
«Déjame en paz, viejo sucio. No te estás muriendo» pensó con hastío.
Emprendió el camino hasta la parada de autobuses. Era una noche muy fría, y la humedad en el aire anunciaba tormenta. La joven echó una ojeada al cielo y no vio ninguna estrella.
«Seguramente lloverá esta noche. Con tal de que espere a que yo llegue a casa... No he traído paraguas», se dijo.
La parada de autobuses se hallaba desierta. Ella se acomodó mejor el cuello del abrigo y consultó su reloj pulsera: en poco más de cinco minutos llegaría su autobús. Miró distraída frente a ella, donde había un pequeño parque con árboles y juegos para los niños, y algo captó de repente su atención: parecía la sombra de alguien oculto entre los árboles.
Sintiendo el corazón acelerado, la joven buscó su móvil en el bolso que llevaba colgado del hombro y se lo guardó en el bolsillo, para tenerlo a mano en caso de necesitarlo. Parpadeó y al volver a mirar en aquella dirección no pudo distinguir nada más que sombras. Se estremeció.
«No te comas el coco, Helena.» Oyó entonces el sonido familiar del autobús que en ese momento doblaba la esquina. La enfermera dio un suspiro de alivio.
A los quince minutos se hallaba a pocos metros de la casa que compartía con su madre. Ambas se habían mudado allí hacía tres años, más que nada por la cercanía con el hospital  y debido a lo barato del alquiler.
Cabizbaja cruzó el pequeño jardín delantero de la casa, y estaba a punto de subir los escalones del porche, cuando se detuvo extrañada, con los ojos clavados en la puerta principal.
«¿Qué...?» Frunció el ceño con incredulidad: la puerta era negra.
No era posible. Miró el número que se hallaba junto a la puerta: no, no se había equivocado de casa.
¿Se trataba quizás de alguna estúpida broma de Halloween? ¿La habría pintado algún gamberro?
En ese barrio había varios grupos de adolescentes que se pasaban todo el día fumando porros y bebiendo cerveza sentados en el bordillo de las aceras, pero hasta ahora no las habían molestado ni a su madre ni a ella.
Con las llaves en la mano, se acercó a la puerta. Sintió un escalofrío que no pudo evitar. Una voz en su mente le dijo: «No abras la puerta, Helena.»
Metió la llave en la cerradura.
«¡No sigas! ¡Vete! ¡Vete de aquí!» insistió la voz.
Por un instante, permaneció inmóvil. Después sacó el móvil de su bolsillo y llamó a su madre, que se hallaba dentro de la casa.
«La despertaré seguro. No importa. Se enfadará conmigo, pero...»
–Hola.
–¿Mamá? Soy yo. ¿Estás bien?
–Claro, cariño. ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? ¿Cuándo vas a venir a casa?
La joven retuvo el aliento en la garganta durante un momento. Aquella era la voz de su madre, en efecto. Pero no era su madre.
Soltó el móvil, que cayó al suelo casi sin ruido, y miró la puerta que tenía ante ella. De pronto vino a su memoria algo que su abuela le había dicho una vez, cuando era pequeña, y que llevaba décadas sin recordar.
Cerró los ojos y esperó con la mente en blanco hasta sentir un ramalazo de energía que le hizo arder las palmas de las manos. Levantó los brazos y apoyó con fuerza sus manos sobre la superficie negra de la puerta. Entonces de su boca salió una voz grave y profunda que gritó:
¡Oculti diaboli, sal de mi casa!
Tenía los ojos abiertos de par en par, que habían perdido su color azul original: ahora eran dos pozos verdes, como los de sus ancestras.
En ese mismo momento, a pocos kilómetros de allí, el médico de guardia del turno de noche dio la espalda por un instante al paciente que se hallaba sentado en la camilla de la sala de urgencias del hospital, con un corte profundo en la mano, cuando el facultativo notó por encima del olor desagradable que emanaba del cuerpo del hombre algo más intenso, como a ¿carne quemada? A continuación oyó un chisporroteo, se dio la vuelta y gritó al tiempo que sus ojos veían incrédulos cómo ardía la camilla, y al paciente allí sentado, envuelto en llamas.
Sin embargo, lo que quedaría grabado en las retinas del médico y que le impedirían dormir en las noches siguientes era el rostro que en medio del fuego le devolvía la mirada: no se trataba de un rostro humano.
El médico salió de allí dando traspiés y sin dejar de gritar, como si acabara de escapar del mismísimo infierno.
Sus compañeros dijeron más tarde que se había tratado de una combustión espontánea; algo extraño pero no imposible, teniendo en cuenta que aquella noche el ambiente se notaba distinto a lo habitual.
Alguien recordó: era noche de Halloween.





Nota: las imágenes pertenecen a la película "La novena puerta".

miércoles, 14 de octubre de 2015

Atardeceres, amaneceres y gatitos...

 Ayer recibí mi nueva camarita (la anterior ha dejado de existir...) y con el entusiasmo de un niño con juguete nuevo, he hecho mis primeras fotografías... El atardecer, el amanecer y los reyes de mi casa: Azucena y Francisco (Franchi).

El atardecer:








El amanecer de hoy:






Y




Y los dioses gatunos...