Al principio pensé que me había equivocado. En el quinto
círculo del infierno no suele haber niños. Pero aquella voz era claramente
infantil. Desde hace siglos he perdido la capacidad de asombro; forma parte de
la condena, y les puedo asegurar que en ocasiones el tedio sin fin llega a ser
insoportable. Pues bien, un niño de diez o doce años se hallaba en el papel de
relator, y no era algo habitual.
Cogí la pluma, cerré los ojos, y me dejé envolver por su
recitado entrecortado mientras deshilvanaba su historia.
Se trataba un matrimonio joven que acababa de tener su
segundo hijo. El mayor, de cinco años, era un niño vivaz, alegre y
tremendamente curioso. Más de una vez se había metido en problemas por este
motivo, y su madre lo vigilaba continuamente.
El padre se ausentaba durante todo el día, por motivos de
trabajo. Su esposa era ama de casa, se hacía cargo del niño y participaba en
las actividades de la parroquia de su barrio. Hasta que quedó embarazada del
segundo hijo.
Fueron nueve meses difíciles. Era un embarazo de riesgo, así
que debía hacer mucho reposo y cuidarse con esmero. Todos los adultos de la
familia: su marido, los padres de ambos, su hermana mayor, todos ellos estaban
pendientes de la joven embarazada, que recibía sus cuidados con alivio agradecido.
Quien no comprendía del todo aquel revuelo en torno al
hermanito que aún no había nacido, era el pequeño primogénito. Ya no estaban
tan pendientes de él; papá no se dedicaba a jugar un rato a la pelota como
antes lo hacía, y mamá se quejaba mucho, le chillaba cuando hacía ruido con los
tanques de guerra, y ya no le leía cuentos antes de irse a dormir. Decía que
estaba malita y por eso no podía ir a su cama; además, él ya era mayor y había
aprendido a leer en casa.
No le gustaba nada de aquello; no entendía, se sentía
desatendido, los adultos habían dejado de quererlo como antes…
Pero lo peor llegó cuando nació su hermano. Era prematuro;
había estado en el hospital varios días hasta que por fin pudieron llevarlo a
casa.
Pusieron su cuna junto a la cama de matrimonio de sus
padres; y el bebé absorbió toda la atención de su joven madre.
El niño quería ayudarla, se ofrecía para sostener al bebé y
para contarle cuentos inventados por él, pero a su madre no parecía gustarle
nada de lo que hacía. Era muy brusco –decía- y debía bajar el tono de voz. No
debía correr por los pasillos, ni coger a su hermanito de la manera como lo
hacía porque éste era muy pequeño y le podía hacer daño.
Finalmente el niño desistió en su intento, y simplemente se
limitaba a mirar cómo su madre ojerosa y cansada mecía al bebé llorón a todas
horas, desde la mañana hasta las dos, tres, cuatro de la madrugada.
Nadie pareció notar su cambio de actitud. Se volvió más
retraído, cauteloso, menos espontáneo. La pelota permaneció olvidada en un
rincón del jardín, y él se encerraba en su cuarto durante horas para dibujar.
En una ocasión su abuela materna se asomó a la habitación de
su nieto y quiso ver los dibujos. Eran rayas rojas y negras sobre el papel; no
había nada más. Se extrañó un poco, pero los niños de hoy en día eran
diferentes. Así que volvió donde estaba el pequeño bebé y su nieto mayor quedó
nuevamente relegado al olvido.
Pese a tantos cuidados, el recién nacido padecía de cólicos
que le provocaban un llanto enloquecedor horas y horas. No había manera de
calmar el dolor de aquel cuerpecillo frágil, que se retorcía en los brazos de
su madre buscando un alivio, llorando hasta quedar exhausto y sin aliento. Por
la madrugada, parecía que las molestias se intensificaban, así que su padre se
había trasladado a dormir a otro cuarto y su madre solía quedarse dormida con
el bebé en brazos, en la mecedora que había junto a la cuna.
Una noche fue especialmente dura. El bebé parecía ahogarse
de tanto llorar, su madre también lloraba, y el pequeño primogénito contemplaba
impotente aquel cuadro sintiéndose peor que nunca. Debía hacer algo. Había
comenzado a tener pesadillas, sueños horribles que no había contado a nadie, en
los que su madre moría de cansancio por no poder dormir, y su padre se llevaba
al bebé y a él lo dejaba en un sitio donde los adultos abandonaban a los niños
que ya no querían más.
No quería que su madre muriese. No quería irse lejos de su
padre. El bebé tenía que dejar de llorar. Rezaba a Dios para que su hermanito
dejase de llorar. ¡Por favor, haría lo que fuese, pero por favor, que no llore
más!
Entonces Dios le dio una idea.
Era avanzada la madrugada, y la joven madre siguiendo la
rutina de todas las noches, mientras oía de telón de fondo los gañidos del bebé
desde su cuna, fue a la cocina para preparar el biberón. Sus movimientos
parecían los de un sonámbulo mientras ponía la leche a calentar a baño maría.
De repente se hizo el silencio. Irguió la cabeza y aguzó el
oído. No escuchaba nada.
¡El bebé! Fue corriendo a su habitación, y se detuvo en el
umbral viendo a su hijo mayor incorporarse de la cuna con unas tijeras en la
mano.
“¡Qué has hecho! ¡Qué le has hecho al bebé!”
Comenzó a gritar mientras se inclinaba para abrazar el
pequeño cuerpo ensangrentado, mientras el niño de cinco años a su lado soltaba
las tijeras e intentaba explicarle que había sido Dios, que Dios se lo quería
llevar porque si no ella iba a morir, que no se enfadase con él por favor,
mamá, mamá…
A estas alturas de su relato yo meneaba la cabeza mientras
mi pluma escribía sin detenerse. Así que había sido eso. Pero ¿el infierno?
Debía haber algo más; sólo por eso, si aquel era el castigo, el quinto círculo
estaría lleno de niños y el reino de Satanás parecería un parvulario. Por ese
motivo no di por terminado el relato y esperé.
La voz infantil continuó con la historia, pero en su tono
comencé a percibir algo distinto. Era de un niño; pero no parecía sólo un niño.
El bebé sobrevivió al ataque con cicatrices terribles en el
rostro, que al comenzar a crecer le impedían llevar una vida normal. Su hermano
mayor jamás fue perdonado.
La madre cayó víctima de una depresión de la que nunca se
recuperó; el padre se transformó en un desconocido que los visitaba los fines
de semana, hasta que dejó de hacerlo.
Algunos años más tarde, una mañana de abril, con el sol
entrando a raudales por los ventanales de la casa, el hermano mayor con
dieciséis años recién cumplidos contemplaba melancólico el paisaje desde el
balcón de su habitación. Su madre se hallaba en el salón con los abuelos,
jugando a las cartas. De repente sintió que por detrás algo lo golpeaba con una
fuerza increíble, y con un grito ahogado se precipitó al vacío. Boca arriba,
agonizante, creyó ver a su hermano menor mirándolo desde el balcón, y detrás de
él, una figura oscura que no supo distinguir. Luego todas las luces se
apagaron.
Sabía cuál era el precio: Satanás se lo había explicado con
claridad. Por eso tras haber matado a su hermano, bajó por las escaleras y fue
cerrando todas las puertas y ventanas, guardando las llaves en el bolsillo.
Luego buscó en su habitación el material que había escondido en el armario, y
desde allí comenzó a rociar con gasolina el suelo haciendo un camino hasta el
salón. Encendió una cerilla y el fuego se extendió rápidamente ante la mirada
horrorizada de los adultos, que se levantaron gritando e intentando encontrar
una salida.
Nuestro pequeño ejecutor eligió lo alto de las escaleras
para contemplarlo todo antes de morir.
Mientras escribía la última frase de su relato, en medio de
la penumbra de mi celda, vino a mis ojos la imagen de su castigo. Será arrojado
a un infinito abismo negro, y en aquella oscuridad su peor pesadilla infantil
lo devorará una y otra vez.
No me pidáis los detalles: eso sólo lo saben el niño, y por
supuesto, Satanás.
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El infierno de Dante. |