sábado, 22 de junio de 2013

La leyenda de los homicidas

Todo el mundo lo había escuchado en la radio: durante las cinco noches de luna llena aquel mes del año, en las vísperas de la Noche de San Juan, no había que acercarse a la costa.

La gente del pueblo era escrupulosamente obediente. A las ocho en punto de la tarde se encerraban en sus casas de piedra, y aunque el calendario señalaba que era verano, igualmente encendían las chimeneas con leños del año anterior.

Mientras los viejos se reunían alrededor de la lumbre, y los más jóvenes subían al desván a beber cerveza a escondidas, ella decidió romper las reglas sagradas.

Había soñado la noche anterior.
Eran pesadillas de difuntos.

Y sus sueños no mentían ni se equivocaban, como solían hacer las voces anónimas de la radio. Lo había comprobado varias veces en sus catorce años de vida.

Así que con las zapatillas en la mano, a hurtadillas salió de su casa por la puerta trasera.
Tuvo que hacer señas a su perro para que no ladrase. Él a cambio la siguió con la lengua afuera y las orejas erguidas.

Se alejaron rápidamente, moviéndose entre las sombras, escapando de los rayos blancos que la luna proyectaba sobre el pueblo, transformándolo en un paisaje ceniciento y fantasmal.

Se hallaban cerca de la playa: aún sin verla, escuchaba el sonido rítmico de las olas y podía sentir el olor a pescado fresco y salado del mar.

Dejó las zapatillas en la arena y se acercó a la orilla desierta. La marea había bajado muchísimo; tanto, que el mar parecía estar lejos de allí, como alguien que solo deja un rastro de conchillas y cantos rodados en su huida al interior del horizonte.

El perro de repente comenzó a gemir y a temblar.
La joven cerró los ojos para oír mejor el sonido del mar. Allí estaba: eran voces incorpóreas como las de su sueño.

Se acercó aún más, andando entre restos marinos. Abrió los ojos y se tapó la boca para no gritar.

Del fondo del mar comenzaron a surgir bultos oscuros que flotaban hacia la orilla, arrastrados por las olas. Éstas los depositaban en la arena tibia casi con ternura maternal.

Los reconoció enseguida: eran los tullidos del pueblo. Si en vida le daban pena, ver entonces sus despojos abandonados, desnudos y rotos, provocaba en ella una mezcla de horror y pesar.

Los jefes habían explicado la desaparición paulatina de «los incompletos» diciendo que los del norte los secuestraban para hacer joyas con sus huesos.

La verdad estaba ante sus ojos, y solo ella lo había descubierto. El pueblo debía enterarse. Lo gritaría muy alto desde la plaza principal.

Cuando se dio la vuelta para regresar, le extrañó no oír más al perro.
Varias sombras se acercaron con palas y bolsas de arpillera.
Eran sus vecinos, y los vecinos de sus vecinos. Habían acudido a enterrar los cadáveres que la luna y las olas devolvían cada víspera de San Juan.

Ella debía comprenderlo, decían. No había comida para todo el mundo. Además, los «incompletos» tampoco vivirían mucho tiempo más. Lo habían dicho los jefes.

Cuando creciera, se daría cuenta de que no había otra salida.

Los hoyos se llenaron de huesos, que crujían al ser golpeados unos contra otros.
La niña entonces pronunció una plegaria que solo escucharon la luna y el mar.

No tuvo que esperar mucho.
La tierra se abrió de repente con un rugido ensordecedor, y olas gigantescas arrasaron todo a su paso sin piedad.
El pueblo desapareció.
Los «incompletos» descansaron, por fin, en el fondo del mar.
Tormenta perfecta








 

No hay comentarios:

Publicar un comentario