sábado, 1 de junio de 2013

Escapada nocturna

Hacía una semana había cumplido dieciséis años. Para su madre aquella edad no era suficiente. Debía pedir permiso para todo, como sus hermanos pequeños: permiso para salir con sus amigas los sábados por la noche, permiso para quedarse a dormir en casa de alguna de ellas, permiso para comprarse la ropa que quería, permiso, permiso.

Estaba harta. La única forma que tenía de demostrar su descontento era dejar a su madre chillando sola en el comedor y refugiarse en su habitación durante horas. Por lo menos allí no necesitaba fingir. Era su santuario inviolable. Hasta ahora los demás (madre incluida) respetaban su intimidad. Casi siempre, vamos.

Allí escuchaba su música preferida mientras se desahogaba escribiendo en su diario los pensamientos y sentimientos que guardaba para sí. Ni siquiera su mejor amiga conocía todos los secretos que apuntaba celosamente con tinta negra. Como por ejemplo lo que venía ocurriéndole desde hacía un par de meses, durante la noche.
Era muy extraño; tanto que no se atrevía a contárselo a nadie, por temor a que creyeran que estaba volviéndose loca.

Con sus secretos a cuestas, esta vez fue a pedir permiso para ir aquel sábado con un grupo de amigos a celebrar el cumpleaños de alguien.
Su madre no se fiaba de ella, pero sí de su mejor amiga, Nina, quizás porque sus padres eran ricos y la dejaban sola mucho tiempo en el enorme caserón donde vivían. Además ésta se había ganado todas las simpatías con sus buenos modales y su aspecto modosito; era una suerte, pensaba ella, que a veces los adultos fuesen tan idiotas.

Así que habiendo sorteado aquel obstáculo, el sábado por la noche eligió la falda más corta que tenía, metió en la pequeña cartera su «pintura de guerra», y salió al umbral a esperar el coche de su amiga. A ella no le permitían conducir todavía.

Cuando llegó Nina, tras despedir a su madre, ambas se marcharon a la supuesta fiesta de cumpleaños. Todo un invento, obviamente.
La verdad era que habían descubierto por Internet un sitio nuevo, misterioso y guay, donde daban copas gratis a las chicas que llevaban una amiga, y por las fotos colgadas en su Web los camareros eran guapísimos.

La única pega era la ubicación: se hallaba en las afueras de la ciudad, pero con el GPS del coche no podían perderse.
Después de un viaje de más de media hora, llegaron a la dirección indicada en la Web. Al principio creyeron que se habían equivocado de sitio. Sobre una calle sin asfaltar mal iluminada, en medio de un descampado, el único edificio que había era una vieja casa de dos plantas, rodeada por un cerco roto, que daba la impresión de estar deshabitada.

Ella enseguida sintió repelús. Dijo a Nina que no pensaba entrar ahí. Ésta, en cambio, tomándolo como una aventura, intentó persuadirla. Tras varios minutos de discusión, llegaron a un acuerdo: su amiga echaría un vistazo, mientras ella se quedaba en el coche esperando una señal para entrar.

La espera resultó ser eterna. Tenía frío; tenía hambre; pero sobre todo sentía una gran inquietud. Aquel sitio le daba grima; no entendía por qué a Nina, en cambio, le había parecido normal.
Para peor, al comprobar su móvil, vio que no tenía cobertura. Genial; allí estaban completamente aisladas. Como en una peli de terror. Solo faltaba que apareciera un tipo enmascarado con un hacha, y el cuadro estaría completo. Soltó una risita nerviosa al pensarlo.

Volvió a consultar el reloj: habían pasado cinco minutos. ¿Cuánto tiempo debía esperar?
Comenzó a moverse en el asiento, y un pensamiento le provocó un súbito temor: ¿Y si Nina no volvía? ¿Qué iba a hacer ella? Se contuvo unos minutos más, hasta que no pudo continuar allí sentada y decidió salir.

Su plan era entrar, buscarla y salir de allí pitando. Las copas gratis y los camareros guapos ya no eran tan importantes.
Cruzó el cerco roto y llegó hasta la puerta de entrada. No se veía el timbre por ningún lado. Dio dos golpecitos y esperó. Nada. Con el corazón latiéndole a mil probó el picaporte: la puerta se abrió.

Había un pequeño recibidor apenas iluminado, y a continuación un largo pasillo sumido en las sombras. No se veía a nadie. Dijo dos veces «hola» sin obtener respuesta, así que decidió seguir adelante.

Avanzó a tientas por el pasillo hasta llegar a una puerta cerrada. Apoyó la oreja contra ésta y alcanzó a oír algo: música y gente que hablaba. Risas.
Con más seguridad, abrió despacio la puerta: ahora el sonido era más fuerte, de modo que cruzó el umbral y se encontró con una escalera que bajaba a la estancia donde parecía celebrarse la fiesta. Comenzó a descender.

En la mitad del trayecto, vio la escena que se desarrollaba a pocos metros de donde ella se encontraba.
Al principio su mente quedó en blanco, hasta darse cuenta de lo que estaba ocurriendo: un grupo de hombres arracimados en torno a una cama, donde habían atado a alguien.
Como un flash sus ojos captaron una muñeca amarrada con una cuerda a los barrotes de la cabecera, cuerpos masculinos semidesnudos, y asomándose entre ellos, el rostro blanco con los ojos desorbitados de Nina.

Entonces ocurrió.

Sintió un fuerte silbido en los oídos, las aletas de su nariz se ensancharon, y notó cómo la sangre que corría por sus venas comenzó a hervir.
En un instante se hallaba encima de un hombre, aupada sobre su espalda, con los dientes hundidos en la carne de su cuello, desgarrando, sorbiendo, masticando.

Gritos, forcejeos, golpes, sangre resbalando pegajosa por la piel. El color de la escena se había vuelto rojo: paredes rojas, sábanas rojas, cuerpos rojos.

 No sabe cuánto tiempo transcurrió.

Sus ojos se enfocaron en la cama, donde una joven atada y desnuda sollozaba histéricamente. Tardó unos segundos en reconocerla; estaba cubierta de sangre. Como ella misma.
A sus pies se amontonaban varios cuerpos que ya no se movían.
No se acercó a la cama: ignoraba lo que podía ocurrir si lo hacía.

Lentamente subió las escaleras, atravesó el pasillo y cruzó el umbral de la entrada.
Sobre el horizonte la noche se estaba rompiendo para dar lugar a un nuevo día.
El coche estaba allí, esperándola.
Se puso al volante y en un instante solo quedó un rastro de polvo.
Kate Beckinsale

Rhona Mitra

Circe, de Waterhouse


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