viernes, 7 de junio de 2013

El rostro. La leyenda de la visión maldita.






A lo largo de generaciones en su familia había nacido alguien con aquel extraño don. Para él aquello no era una cualidad, sino todo lo contrario.
Consistía en ver la verdad que se ocultaba tras la piel de los rostros que tenía ante sí. Esta visión le mostraba, como a través de una placa radiográfica, los cráneos desnudos de carne, tendones y músculos. Mirar a alguien a la cara era contemplar una calavera.

Por eso pensaba que su visión se anticipaba al futuro: mostraba aquello en lo que se convertirían todos. Incluido él mismo.
Esa era la razón de su semblante triste y ausente, incapaz de esbozar una sonrisa.
No había espejos en su casa.
Prefería pasar las horas en completa soledad, dedicándose al oficio que había heredado de su padre: era perfumista, y uno muy bueno.

En el pueblo todos conocían su aflicción; por esa razón habían aceptado con naturalidad el hecho de ser atendidos en su tienda a través de un torno de madera oscura, como solían hacerlo las monjas de clausura, quienes habían renunciado voluntariamente al contacto con el mundo exterior.

Él se había ganado la fama de ser todo un «mago» de las esencias: su olfato exquisito las combinaba siguiendo fórmulas únicas aprendidas de memoria, imposibles de imitar.
Además había desarrollado un oído sensitivo y agudo como pocos, que distinguía en las voces las personalidades y los estados de ánimo de los que acudían a él.

Una mañana, atendiendo su negocio al otro lado del tabique del torno, escuchó una voz capaz de conmover su alma atormentada por primera vez.
Era una mujer, y buscaba esencia de jazmín.
Él cerró los ojos para absorber sin distracciones aquel sonido ultraterreno.

Le entregó lo que pedía, y escuchó las palabras que lo llenaron de un doloroso anhelo: la mujer quería conocerlo en persona. Se hallaba allí de paso, y deseaba estrechar la mano al perfumero más famoso de aquellas tierras.
« ¿Acaso ignora mi visión maldita?» pensaba él en su interior. Sin embargo aceptó encontrarse esa misma tarde con la forastera cuya voz lo transportaba a otro mundo.

Transcurrió el día y llegó por fin la hora. Oyó entrar a alguien a la tienda al sonar la campanilla de la entrada. Supo que era la mujer.
Sus manos temblaban; todo su ser temblaba. Sabía que vería un cráneo desnudo y se resistía a asociar aquella voz divina con una visión macabra. Debía abrir la puerta de la trastienda y cruzar el umbral. Lo hizo con un nudo en la garganta.

Al principio creyó que estaba soñando: sus atormentados ojos contemplaban por primera vez un rostro humano. Tenía miedo de pestañear para no perder aquella imagen y grabarla así en sus retinas.
Le pareció lo más hermoso, lo más dulce, lo más sublime que existía en este mundo. El amor que sintió le dolió en el pecho.

La mujer sonrió y extendió la mano
Estaba completamente atrapado.
Estaba enamorado.
A partir de ese momento, el tiempo desapareció. Las horas dejaron de existir.

Con ella a su lado era capaz de afrontar cualquier visión, incluso los rostros descarnados que a diario se cruzaban en su camino.
Prepararon una boda casi inmediata. Sus hermanos y su madre lloraban de alegría. Por fin lo veían sonreír.
Se casaron. La capilla se hallaba literalmente cubierta de jazmines. La novia llevaba un tupido velo cubriendo aquel adorado rostro, y él, esperándola junto al altar, sentía que estaba tocando el cielo con sus dedos por primera vez.

Si aquello era un sueño, prefería continuar durmiendo; si era verdad, no le cabía más alegría en el pecho. Su vida por fin estaba completa.
Por la noche, en la alcoba nupcial, la novia, ataviada con un largo camisón blanco le tomó las manos y reveló un secreto escondido hasta entonces.

Al día siguiente solo lo hallaron a él, tendido en la cama, como dormido, con el semblante plácido y su boca curvada en una sonrisa.
De la novia nunca más se supo nada.

En el pueblo comenzó a correr un curioso rumor.
Decían que la Muerte se había desposado con el único hombre que había visto su verdadero rostro.
Y era un hijo de aquella tierra, añadían con orgullo los habitantes del pueblo.

Ophelia de Millais

Alegoría de la Muerte. Tomás Mondragón.

Emilia Calderón de la Garza.
Nota: este relato está inspirado en un episodio reciente que viví mientras viajaba en autobús. Sobre un alto muro al otro lado del paseo marítimo, se veía una figura femenina de pie mirando el mar. Por un momento en lugar de su rostro, me pareció ver una calavera. La mujer era mayor. ¿Premonición? ¿Presagio? ¿Ilusión óptica? O simplemente un exceso de imaginación...

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