Una brisa fresca agitaba los mechones de cabello suelto que
se balanceaban al andar. Sonreía mientras recordaba un comentario de Marta, la
única casada del grupo. Al despedirse en la puerta del bar ésta le había
ofrecido quedarse a dormir en su casa, pero había rechazado la oferta.
Quería descansar en su propia cama, y tras echar un vistazo
al reloj, pensó que llegaba a tiempo para coger el último tren que pasaba poco
después de la medianoche.
En la calle no había nadie, exceptuando algún gato callejero
cuya furtiva sombra se perdía en el callejón lateral, junto a los contenedores
de basura.
Ella miró distraídamente en aquella dirección, volviendo al
instante a clavar la vista al frente con paso rápido. Eran cinco o seis
manzanas las que le quedaban por recorrer hasta llegar a la estación.
De repente las farolas de la calle se apagaron sin previo
aviso. Qué fastidio. Por suerte la noche era bastante clara, y ella conocía
aquel camino de memoria.
Entonces sintió un hormigueo de inquietud que le recorrió la
espalda. Aceleró el paso, y maldijo los zapatos que llevaba puestos. Regalo de
su madre: bonitos, pero demasiado incómodos.
Era una tontería, no había visto ni oído nada extraño. Solo
ese escalofrío repentino que le había atravesado la columna, como en una
ocasión anterior, antes de sufrir un accidente.
Concentrada en sus pensamientos, dobló la esquina y anduvo
unos pasos más, hasta que titubeó y se detuvo: no reconocía aquel tramo de la
calle.
Comenzó a reprenderse a sí misma, reanudando la marcha casi
a ciegas, en tanto se repetía que debía mantener la calma, que era imposible
perderse. ¡Por Dios! Si llevaba años haciendo aquella ruta.
A medida que avanzaba, las aceras se hicieron más estrechas,
y los árboles parecían cambiar de forma, alargando las ramas hasta tocarse unos
con otros y formar un techo que impedía ver el cielo sobre su cabeza.
Sentía los latidos de su corazón; estaba en problemas. ¿Qué era todo aquello?
¿Acaso había bebido más de la cuenta? ¿Estaba soñando?
El ambiente parecía irreal; se había perdido y quería salir
de allí lo antes posible.
Cuando se inclinó para quitarse los zapatos, lo sintió: una
ráfaga de aire fétido que provenía de detrás de ella, de «algo» que se acercaba
con rapidez arrastrándose por el suelo.
Presa del terror, comenzó a correr descalza y se adentró en
la oscuridad cada vez más densa de aquel paisaje de pesadilla.
Respiraba entre jadeos y sollozos, notando cómo lo que la
perseguía se acercaba inexorablemente, presidido por ráfagas de aire caliente y
putrefacto.
Ella casi no sentía las piernas; corría desesperada, sabiendo
que detenerse sería su sentencia de muerte o algo peor.
Entonces reconoció una silueta familiar: ¡el puente del río!
Casi a ciegas se dirigió hacia allí y sin dudar un instante, saltó.
Al día siguiente los equipos de rescate de la policía
hallaron el cadáver. Los periodistas que cubrían la noticia meneaban la cabeza:
era el séptimo suicidio en un mes.
«Culpa de la maldita crisis», decían.
Las fotos pertenecen a tres películas: «La cosa», «Alien» y «El hombre lobo»; soy fiel seguidora del género; me encanta.
Uff qué relato tan estremecedor… Y qué final. Creo que, por si acaso, a partir de ahora dejaré de llevar tacones :-)
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias Mari Carmen, jajaja, sí lo de oír tus propios pasos en una calle solitaria siempre me ha dado un "no sé qué" que por supuesto, al final sirve para inspirar relatos como éstos... ¡Un abrazo para ti!
ResponderEliminarGenial, Fabiana, se siente el suspenso a lo largo de toda la trama. ¡Y qué final!
ResponderEliminarMuy bueno, me encantó.
¡Saludos!
Muchas gracias Juan, me alegro de que te haya gustado,
Eliminarque tengás una linda semana,
un abrazo.