Una
fina llovizna empapaba la tierra recién removida. Eran las tres de la tarde: lo
sabía por las campanadas que acababan de sonar desde la iglesia. La hora nona.
En
el cementerio solo estaban ellos: el hombre de rostro solemne que en aquel
momento cubría la tumba con paladas de tierra, y ella misma, envuelta en un
abrigo que le quedaba pequeño, con la cara empapada y un pañuelo de papel
retorcido entre las manos.
Estaba
enterrando a su marido.
Se
sentía tan agotada que ni fuerzas le quedaban para el dolor, ni para la rabia.
Mil
veces. Mil veces le había hecho la advertencia, pero esta había caído en oídos
sordos.
«No
es mi culpa» se repetía.
En
efecto, no lo era.
Cerró
los ojos bajo la lluvia, y en su mente apareció la imagen del largo gabán
oscuro colgado en el perchero. En la casa de su madre (donde ellos se habían
mudado a vivir) siempre había estado allí aquella prenda. Recordaba cómo todos
los días el gabán era cuidadosamente cepillado, y dos veces por semana lo
aireaban al sol.
Cuando
su madre falleció, ella heredó la casa con todas sus pertenencias. Incluido
aquel viejo abrigo. Entonces su marido sugirió que por fin se deshicieran de
él, pese a lo que todo el mundo sabía: el gabán debía permanecer allí colgado
mientras ellos vivieran bajo aquel techo. Si no cumplían con esto, habría consecuencias.
Así
fue. El mismo día que lo tiraron al cubo de basura, ocurrió el accidente que
acabó con la vida de su cónyuge.
«No
es mi culpa» volvió a pensar. Ella le advirtió varias veces antes de obedecer a
su orden y echar la prenda al contenedor, eso sí, habiendo escondido antes en
un bolsillo interior un papel con el nombre escrito del culpable.
La
muerte, que no era tonta, había captado el mensaje.
Por
fin el gabán volvía a estar en su sitio.
El
hombre en su tumba.
Al
alejarse de allí, la mujer ya estaba concentrada en la lista de la compra para
el día siguiente.
Nota: fotos de la película "Las viudas de los jueves", y de la película "El pico de las viudas".
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