La frase resonaba una y otra vez en tanto el hombre,
franqueado a ambos lados por dos seres sin rostro, recorría un pasillo aséptico
pintado de gris, hacia su destino final.
Luego lo desnudaron, y lo metieron en una ducha – ¿para
qué?– que azotó sin piedad su cuerpo por última vez.
Lo vistieron, y la tela áspera y gruesa le reconfortó.
El ambiente estaba invadido por un fuerte olor a lejía.
Eso le traía malos recuerdos: su madre enferma y un invierno crudo y largo;
interminable.
Oía voces a su alrededor, pero no hablaban con él. Siempre
ocurría esto: cuando alguien lo ignoraba, su mente se llenaba de
dudas. Pensaba: ¿existía acaso, o era solo un sueño de sí mismo?
«Hombre muerto caminando.»
Vio la camilla de metal. Faltaba poco ya. Lo hicieron
recostar allí.
A continuación sintió las ataduras en sus manos y en sus
pies. Cerró los ojos: la luz del fluorescente lo cegaba.
Frío; mucho frío.
Un pinchazo. Ardor. ¿Era el final? ¿Vería una luz,
cruzaría el famoso túnel?
¿Su madre estaría esperándolo? Después de tanto tiempo…
«Mamá».
Pasó una eternidad; o solo un instante.
Algo andaba mal. Le dolía: ¡cómo dolía aquello!
De repente una voz del exterior – ¿Dios?– que en aquel
momento decía:
« –La cirugía ha ido muy bien, señor López. Hemos
conseguido extirpar el tumor.»
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