Sola en casa

Regresó del trabajo a las ocho, como todos los días. Vivía en un barrio céntrico, y su apartamento se hallaba en el primer piso de un bonito edificio. Lo había elegido porque tenía un amplio balcón que daba al jardín interior de la urbanización.

Estaban a finales del invierno, así que cuando entró en su casa ya había anochecido.

Sus movimientos eran mecánicos mientras volvía a recordar la desagradable discusión que había tenido con su jefe.

El primer signo de alarma lo sintió cuando metió la llave en la segunda cerradura de seguridad.

¿Había olvidado cerrarla al salir aquella mañana? No sería la primera vez que ocurría, pero estaba casi segura de que lo había hecho.

Entró en la estancia a oscuras y encendió la luz. Dejó el bolso sobre la mesa del comedor, se soltó la melena que llevaba recogida y tiró los zapatos por ahí.

En el umbral del baño se detuvo. Había algo raro. No sabía qué era, pero aumentó su inquietud.

¿Y si entró alguien a robar? Imposible. La urbanización contaba con un vigilante y alarma de seguridad las veinticuatro horas.

Peor todavía: ¿y si se trataba de un maníaco, alguien que se había dedicado a acecharla durante días sin que ella lo supiera, y de alguna manera consiguió entrar en su casa?

Su mente añadió algo más: ¿y si el acosador anónimo la esperaba escondido en el dormitorio para atacarla cuando ella estuviera acostada, durmiendo?

Cortó el torrente de preguntas inquietantes y se dijo a sí misma que había visto demasiados capítulos de «Criminal minds»; que estaba a salvo en su casa, que aquello no era real.

Cogió el móvil y llamó a su hermana; hablaron por breves minutos. Se tranquilizó tras oír su voz.

Luego fue a la cocina y puso a calentar la lasaña en el microondas.

Después entró en el dormitorio donde vio su reflejo en las puertas de cristal del balcón. Encendió la luz y comenzó a desnudarse. Pensó que antes de acostarse tendría que planchar la blusa celeste para el día siguiente. No veía la hora de que llegase por fin el viernes.

Se inclinó para quitarse los pantis, y algo la cogió del cuello con fuerza, echándola para atrás.

Aterrorizada intentó abrir la boca para gritar, pero una mano enguantada se lo impidió.

La tumbaron boca abajo sobre la cama y le hundieron la cabeza contra el colchón. No podía respirar. Iba a ahogarse con sus propias sábanas.

Cuando sintió la hoja afilada sobre su carne, recordó.

«La cortina de la ducha». Eso era.

Hasta el final no consiguió borrar de su mente la imagen de aquel trozo de plástico pintado con flores amarillas.

Las imágenes son de las películas "The conjuring" y "Scream".