Faltaban tres
días para Navidad. Ella sabía que aquella era una fecha mala para marcharse; de
hecho, dudó un poco al pensarlo, aunque la decisión hacía tiempo que estaba
tomada.
No dijo nada a
nadie, ni a su familia ni a sus amigos. Le costó no contárselo a su mejor
amiga; dolía, aunque era mejor así.
El único que
intuía algo era su perro Fredy: no se apartaba de ella un solo instante, ni
siquiera cuando las palomas se acercaban al balcón con su danza de alegres
aleteos.
Ella sospechaba
que su perro lo sabía todo: «las almas puras siempre lo saben», pensaba.
Llegó por fin el
veinticuatro de diciembre, y con él llegaron los reencuentros, los brindis
junto a la mesa repleta de comida, los abrazos y las chispas de ansiosa
expectativa de los más pequeños de la casa, que no paraban de atisbar por las
ventanas hacia la noche negra, esperando ver algo de la magia prometida que con
certeza se haría realidad la mañana siguiente.
Afuera, al otro
lado del calor y los festejos, el cielo se veía muy oscuro y solitario, y el
sonido de una sirena parecía algo irreal, fruto de un mal sueño.
Fredy se
acurrucó junto a ella en la cama, con el hocico húmedo pegado a su pecho.
«¿Por qué estas
fiestas pesan tanto en el corazón?» se preguntaba. «¿Se trata acaso de tantas
partidas y finales que se acumulan en el calendario año tras año, a medida que
envejecemos?»
«Quizás», pensó
con cansancio.
Cerró los ojos y
vio una niña morena con coletas y hoyuelos en las mejillas redondas.
–¡Has venido!–
La mujer suspiró con alivio.
–¡Claro! Yo te
llevo a casa.
Su niña interior
la cogió de la mano: ella de inmediato sintió su calidez.
En ese momento
la sirena de la ambulancia se oyó muy cerca.
Fredy entonces levantó la cabeza del pecho de su compañera humana y con un aullido lastimero clavó los ojos al otro lado de la ventana, donde se veía un cielo brillante inundado de estrellas.
Imagen de la película "Siempre a tu lado".
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