La joven enfermera acabó su turno
poco antes de la medianoche. Sus compañeros la habían invitado después a una
fiesta de Halloween, donde todo el mundo llevaría disfraces ridículos y
correría mucho alcohol aderezado con relatos de fantasmas.
Ella rechazó
la invitación. Estaba agotada, necesitaba dormir y además aquella parafernalia
en la víspera de todos los santos le parecía una estupidez.
Cuando llegó
a la puerta de urgencias del hospital, estuvo a punto de tropezar con un hombre
que entraba en ese momento. La joven sintió el desagradable olor a cuerpo sucio
e instintivamente retrocedió con una mueca de repulsión.
Lo miró a la
cara y vio que se trataba de un anciano con aspecto de indigente, que llevaba
una de sus manos envuelta en trapos manchados de sangre.
Él farfulló
con fuerte acento extranjero:
–¡Ayuda!
Corte en la mano... Dolor. Sangra mucho.
La enfermera
replicó haciendo un gesto en dirección al interior del hospital:
–Coja el
primer pasillo a la derecha, después la segunda puerta junto al ascensor. Allí
le atenderán.
–Yo no
conocer –balbuceaba el viejo–. ¡Acompáñeme!
La joven,
impaciente y notando que comenzaba a palpitarle la sien izquierda, negó con la
cabeza.
–No, yo debo
irme. Dígale al guardia de seguridad que le muestre el camino.
Después
traspasó la puerta de salida y sin mirar atrás comenzó a bajar las escaleras de
la entrada lateral del edificio. Entonces a su espalda escuchó al viejo, que
recitaba una especie de letanía en un idioma desconocido.
«Déjame en
paz, viejo sucio. No te estás muriendo» pensó con hastío.
Emprendió el
camino hasta la parada de autobuses. Era una noche muy fría, y la humedad en el
aire anunciaba tormenta. La joven echó una ojeada al cielo y no vio ninguna
estrella.
«Seguramente
lloverá esta noche. Con tal de que espere a que yo llegue a casa... No he
traído paraguas», se dijo.
La parada de
autobuses se hallaba desierta. Ella se acomodó mejor el cuello del abrigo y
consultó su reloj pulsera: en poco más de cinco minutos llegaría su autobús.
Miró distraída frente a ella, donde había un pequeño parque con árboles y
juegos para los niños, y algo captó de repente su atención: parecía la sombra
de alguien oculto entre los árboles.
Sintiendo el
corazón acelerado, la joven buscó su móvil en el bolso que llevaba colgado del
hombro y se lo guardó en el bolsillo, para tenerlo a mano en caso de
necesitarlo. Parpadeó y al volver a mirar en aquella dirección no pudo
distinguir nada más que sombras. Se estremeció.
«No te comas
el coco, Helena.» Oyó entonces el sonido familiar del autobús que en ese
momento doblaba la esquina. La enfermera dio un suspiro de alivio.
A los quince
minutos se hallaba a pocos metros de la casa que compartía con su madre. Ambas
se habían mudado allí hacía tres años, más que nada por la cercanía con el
hospital y debido a lo barato del
alquiler.
Cabizbaja
cruzó el pequeño jardín delantero de la casa, y estaba a punto de subir los
escalones del porche, cuando se detuvo extrañada, con los ojos clavados en la
puerta principal.
«¿Qué...?»
Frunció el ceño con incredulidad: la puerta era negra.
No era
posible. Miró el número que se hallaba junto a la puerta: no, no se había
equivocado de casa.
¿Se trataba
quizás de alguna estúpida broma de Halloween? ¿La habría pintado algún
gamberro?
En ese barrio
había varios grupos de adolescentes que se pasaban todo el día fumando porros y
bebiendo cerveza sentados en el bordillo de las aceras, pero hasta ahora no las
habían molestado ni a su madre ni a ella.
Con las
llaves en la mano, se acercó a la puerta. Sintió un escalofrío que no pudo
evitar. Una voz en su mente le dijo: «No abras la puerta, Helena.»
Metió la
llave en la cerradura.
«¡No sigas!
¡Vete! ¡Vete de aquí!» insistió la voz.
Por un
instante, permaneció inmóvil. Después sacó el móvil de su bolsillo y llamó a su
madre, que se hallaba dentro de la casa.
«La
despertaré seguro. No importa. Se enfadará conmigo, pero...»
–Hola.
–¿Mamá? Soy
yo. ¿Estás bien?
–Claro,
cariño. ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? ¿Cuándo vas a venir a casa?
La joven
retuvo el aliento en la garganta durante un momento. Aquella era la voz de su
madre, en efecto. Pero no era su madre.
Soltó el
móvil, que cayó al suelo casi sin ruido, y miró la puerta que tenía ante ella.
De pronto vino a su memoria algo que su abuela le había dicho una vez, cuando
era pequeña, y que llevaba décadas sin recordar.
Cerró los
ojos y esperó con la mente en blanco hasta sentir un ramalazo de energía que le
hizo arder las palmas de las manos. Levantó los brazos y apoyó con fuerza sus
manos sobre la superficie negra de la puerta. Entonces de su boca salió una voz
grave y profunda que gritó:
–¡Oculti diaboli, sal de mi casa!
Tenía los
ojos abiertos de par en par, que habían perdido su color azul original: ahora
eran dos pozos verdes, como los de sus ancestras.
En ese mismo
momento, a pocos kilómetros de allí, el médico de guardia del turno de noche
dio la espalda por un instante al paciente que se hallaba sentado en la camilla
de la sala de urgencias del hospital, con un corte profundo en la mano, cuando
el facultativo notó por encima del olor desagradable que emanaba del cuerpo del
hombre algo más intenso, como a ¿carne quemada? A continuación oyó un
chisporroteo, se dio la vuelta y gritó al tiempo que sus ojos veían incrédulos cómo
ardía la camilla, y al paciente allí sentado, envuelto en llamas.
Sin embargo,
lo que quedaría grabado en las retinas del médico y que le impedirían dormir en
las noches siguientes era el rostro que en medio del fuego le devolvía la
mirada: no se trataba de un rostro humano.
El médico
salió de allí dando traspiés y sin dejar de gritar, como si acabara de escapar
del mismísimo infierno.
Sus
compañeros dijeron más tarde que se había tratado de una combustión espontánea;
algo extraño pero no imposible, teniendo en cuenta que aquella noche el ambiente
se notaba distinto a lo habitual.
Alguien
recordó: era noche de Halloween.
Nota: las imágenes pertenecen a la película "La novena puerta".
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