Es inevitable. La veo entornar los ojos con aire especulador
cuando aparecen las dos vecinas gordezuelas y parlanchinas del edificio de
enfrente sacudiendo sus plumas.
Intento convencerla de
que no importa, que lo deje estar; pero no hay caso, sé que es una provocación
constante a su sensibilidad el desfachatado pavoneo cotidiano de aquellas dos,
entre chillidos y miradas de reojo hacia nuestra ventana, mientras al otro lado
del cristal mi pequeña clava en ellas su mirada temblando de indignación.
Ella es hermosa. Ya sé
que no soy objetiva, qué más da. Mi intrépida y díscola hermanita es quien se
lleva las miradas de admiración de los amigos de nuestra madre. Y del resto de
la familia, claro está. Algunos intentan disimularlo un poco delante de mí, alabando
mi carácter discreto y sosegado, en abierto contraste con el suyo, caprichoso y
aventurero. Pero yo sé lo que piensan, lo noto en sus expresiones de embelesada
sorpresa, cada vez que ella aparece. Morena y esbelta, sus redondos ojos verdes
destacan más aún en un rostro digno de una princesa. Dirán que exagero. Pues
no.
¡Por fin! Se aparta de la
ventana. Imagino que las vecinas habrán dejado de dar el espectáculo, entrando
finalmente en el edificio. Aunque no sé qué es mejor: cuando atisba por las
ventanas o cuando se aventura a incursionar en la vieja buhardilla.
Debo reconocerlo: a mi
también me entusiasma el sitio. Es uno de los más interesantes de la casa.
Exceptuando la cocina y los jardines, por supuesto. ¡Ah! No lo he dicho aún:
hace unos meses nos hemos mudado. Antes vivíamos con nuestra madre en un
pequeño apartamento de pocos metros cuadrados, con unos ventanales increíbles
que daban a la concurrida calle. Allí mi hermana cogió el gusto por descubrir
“nuevos mundos”, y de paso hacer amigos y adversarios a través del cristal de
la ventana. Cualquiera podría dudar de lo que digo; puedo asegurar que es
verdad. La pequeña con su mirada de láser se ha dedicado a vigilar, en las
interminables horas de la siesta, a los incautos transeúntes y vecinos
inconscientes del control al que eran sometidos a diario. Y “si las miradas
pudiesen matar”… Más de uno habría caído fulminado como por un rayo…
Bien, dicho esto, vuelvo
ahora a nuestra recién estrenada casa. También posee ventanas que dan a un mundo
maravilloso, esta vez multicolor a causa del exuberante jardín que rodea el
edificio, y más allá, desde la altura de la buhardilla, una línea mágica que
dibuja el horizonte: el mar. Por este motivo mi madre adquirió la casa. Además
del jardín y la gran chimenea del salón, el estilo rústico de las vigas vistas
del techo y la calidez que en general transmiten sus paredes, lo que la enamoró
definitivamente de este sitio fue su cercanía con el mar.
Era un sueño largamente
albergado en su corazón, que por fin logró hacer realidad hace pocas semanas.
Mi hermanita y yo
estuvimos dispuestas desde el principio a aceptar el nuevo hogar, y la razón
principal es que adoramos a nuestra madre. Con la absoluta seguridad de que el
sentimiento es recíproco. Desde que puso sus ojos en nosotras por primera vez,
lo noté muy dentro de mí: era amor. De modo que cualquier cambio exterior en
nuestras vidas, para mejor o peor, es serenamente tolerado, sobre todo por mí.
La pequeña protesta un poco, pero finalmente lo acepta también.
Por esta razón si bien la
mudanza nos desconcertó bastante al principio, ahora estamos encantadas. Y
ambas hemos decidido, sin intercambiar palabra, cuál sería nuestro refugio
secreto: la buhardilla.
El plan materno en
principio era convertirla en un estudio, así que trasladó allí la biblioteca;
pero por un motivo indefinido cambió de opinión e instaló sus cosas en una
pequeña habitación de la planta baja. Esto ocurrió la semana pasada, y yo no
hice ningún comentario, aunque la pequeña no podía disimular su entusiasmo. La
buhardilla era nuestra. La compartiríamos, por supuesto. Con quienes habitan la
casa desde antes de nuestra llegada. No lo he dicho hasta ahora, pero yo sólo
los percibo. Mi hermana los ve. A los fantasmas.
La primera noche en la casa
los sentí. Un aroma fresco, mezcla de citrus y flores, acompañado por un suave
tintineo. Estábamos en la cocina, y ambas escuchamos lo mismo. Silenciosamente dejamos a nuestra madre
distraída cocinando mientras subíamos las escaleras en busca del origen de todo
aquello.
En el umbral de la
pequeña estancia supe instintivamente que no eran ratones. Escudriñando en la
penumbra comencé a entrar, y el olor se hizo más intenso. Miré a la pequeña,
que permanecía inmóvil y callada, con los ojos fijos en un punto de la
habitación. Aquello confirmó mis sospechas. Los estaba viendo.
Son dos. Un niño y un
hombre joven.
Existe una regla básica
de comunicación con los fantasmas. Los podemos ver, o sentir; pero no podemos
hablar con ellos. Y aunque quieran decirnos algo, no comprendemos su lenguaje.
Así que buscamos otros modos para poder comunicarnos con ellos. Bueno, en
realidad quien lo hace es mi hermana. Yo cuando noto la “presencia”, prefiero
apartarme y buscar otro sitio donde entretenerme… ¿Por miedo? Desconfianza,
quizás. Las vibraciones del otro mundo me resultan siempre incómodas. En cambio
la pequeña asume la presencia del más allá con mucha naturalidad. Su mirada se
vuelve extrañamente intensa, los ojos de un color verde agua casi traslúcido;
todos sus músculos se inmovilizan, y a la vez están expectantes ante algo que
sólo ella puede ver. Todo esto ocurre en el primer segundo de la aparición;
luego es capaz de comunicarme lo que ve, como en el caso de los dos habitantes
de la casa. El niño tiene unos seis años, más o menos, y es rubio y delicado,
con dos graciosos hoyuelos en las mejillas al sonreír. Me ha comentado que al
darse cuenta de que ella podía verlo, ha mostrado mucho entusiasmo.
Respecto al joven, no me
ha podido decir gran cosa. Moreno y melancólico, parece ser que no se ha
mostrado muy interesado en hacer nuevas amistades… Y como ella está
acostumbrada a provocar el efecto contrario en los demás, imagino que la
actitud de este fantasma la habrá desconcertado.
No he querido ahondar en
el tema, pero yo sí he notado algo más…
Mis percepciones son
intensas, aunque no se traduzcan en imágenes; o quizás por esta misma razón. El
joven no es como el resto de espectros que he conocido hasta ahora. Está
rodeado de un aura de tristeza que no surge de él; es como si su presencia
atrajese, como un imán, el sufrimiento de otros. Al notarlo, no puedo evitar
estremecerme y alejarme. La pequeña insiste en que no nota nada malo en él. No,
no es malo; sólo que arrastra mucho dolor consigo. Por eso no me gusta hallarme
cerca. Y me preocupa que se acerque a nuestra madre. Creo que él lo sabe. Su
oscura presencia permanece junto a la
ventana de la buhardilla, como esperando algo, dando la espalda a los que nos
hallamos dentro.
Se ha establecido una
especie de rutina entre nosotros: a la hora de la siesta mi hermanita suele
jugar con el niño, mientras yo permanezco en el estudio, observando trabajar a
nuestra madre. Cuando aparecen las primeras sombras de la tarde, subo a la
buhardilla con ellos, viendo cómo se entretiene la pequeña con su amigo
invisible y vigilando al inquilino oscuro…
Hasta anoche. Ocurrió
hacia la medianoche, en el jardín. Suelo recorrerlo mientras todos duermen, y
deleitarme de ese momento íntimo, cuando la noche derrama su magia y hace que
todo se intensifique: la fragancia de las flores, el murmullo de los insectos y
mi propia visión de las cosas…
Por ese motivo anoche
estaba allí, invisible entre las sombras, y sabía que la pequeña no andaría
lejos. Entonces comencé a sentirlo. El olor de la muerte. Por donde él pasaba,
todo lo que rozaba con su aliento se marchitaba y caía, formando un sendero de
esqueletos de flores a sus pies…
Quería huir de allí, pero
descubrí horrorizada que mi hermana se había acercado a él, como hipnotizada.
Grité que se apartara, y fue entonces cuando él se dirigió a mí, murmurando
quedamente, intentando calmar mi angustia.
No estaba interesado en
nosotras; tampoco en nuestra madre.
Se hallaba allí por el
niño, intentando vencer su temor a abandonar la casa.
Hacía ya mucho tiempo que
debían haber cruzado el puente que comunica los mundos, pero el pequeño se
resistía a dejar atrás sus juguetes. A mi pequeña hermana le encantó el desafío
que suponía lo que nos acababan de revelar, pero puso una condición al oscuro
inquilino: los primeros días de cada mes traería de vuelta al niño, a la hora
de la siesta.
Tras el arreglo, no le
costó mucho convencer al pequeño fantasma para que salieran juntos a jugar al
escondite en el jardín.
Creo que nuestra madre
intuye algo. Ante el desconcierto de las visitas, que en invierno suelen
contemplar el nevado jardín desde la ventana, ella esboza una secreta sonrisa
cuando todos lanzan exclamaciones de asombro al ver, en el paisaje invernal,
cómo sus dos gatas corretean siguiendo el vuelo de una pequeña mariposa azul.
Esto ocurre todos los
primeros días de cada mes…
Nota:
Este relato está inspirado en mis dos gatitas, Catita que ya es un ángel, y Azucena, mi panterita azul...
Muy buena historia, original e intrigante... me has tenido absorto hasta el final...gracias por compartirlo¡¡¡nos leemos¡¡
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras Francis, me alegro de que te haya gustado.
EliminarUn abrazo.
Gracias por el relato. Precioso mi Fabi. Mil besos
ResponderEliminarMuchas gracias Clarita, un besote inmenso para vos!
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