martes, 22 de octubre de 2013

El carrito de los helados



Aquel día era como cualquier otro. Se levantó poco antes de las siete, se duchó, se afeitó con la navaja que había heredado de su padre; pese al tiempo transcurrido, ninguna máquina podía reemplazar el sencillo ritual que llevaba a cabo todas las mañanas con aquel maravilloso objeto.
Luego preparó el desayuno, siempre el mismo: zumo de naranja, café con leche y tortitas caseras. Esa mañana se le antojaba mermelada; sí, también habría mermelada en el menú.
A continuación fue a despertar a los niños. Protestaban un poco, pero eran buenos niños; sobre todo obedientes.
Él no soportaba la falta de respeto a los mayores. Lo dejó claro desde el principio, y sus pequeños aprendieron rápido: si ellos seguían las normas, todo iría bien.
Media hora después salió de la casa y se dirigió al garaje en busca del coche.
Entonces notó que algo desentonaba en su rutina. Tardó unos segundos en darse cuenta: el vecindario se hallaba demasiado inmóvil, sumido en un silencio antinatural.
Ni siquiera la vecina cotilla que vivía enfrente había movido las cortinas de la ventana para espiarlo, como solía hacer.
Algo más encendió su alarma interior: el autobús escolar se retrasaba por primera vez.
Frunció el ceño y repasó las posibilidades: un accidente en la autovía que pudo provocar atascos; una huelga de la que él no se había enterado; o una evacuación general debido a algún tipo de amenaza terrorista.
Casi sonrió ante este exceso de imaginación; sin embargo estaba seguro de que aquello no era normal. Por una vez lamentó su aversión a oír las noticias que daban los medios de comunicación.
Cuando con el mando a distancia comenzó a abrir el portón del garaje, percibió que algo se acercaba por la calle desierta.
Era un carrito de helados. Permaneció inmóvil, mirando aquello con incredulidad.
Lo que tenía ante sus ojos parecía sacado de una postal de su niñez, cuarenta años atrás: el conductor con una gorra de visera blanca que ocultaba la mitad de su rostro, conducía el carrito a pedales a la vez que  gritaba: «Chocolate con nata; vainilla y fresa: ¡helados!».
Para su mayor asombro, el hombre del carrito se detuvo frente a él y con una sonrisa le preguntó si quería comprar helado para sus niños.
Él con voz seca respondió que no tenía hijos. Entonces el conductor hizo algo que puso los pelos de punta a su interlocutor: sonrió.
Y volvió a preguntar si quería comprar helado para sus niños.
La visera que llevaba no permitía ver sus ojos, pero el otro hombre los sentía como agujas clavadas en su propio rostro.
«Lo sabe», pensó.
De alguna manera aquel chiflado del carrito conocía su secreto.
Debía actual de forma rápida, antes de que todo escapase a su control.
Respiró hondo y respondió al vendedor que estaba bien, que compraría helado, aunque se había dejado la cartera en casa; sugirió si podían ir juntos a buscarla.
El otro aceptó, y ambos se dirigieron a la casa cargados con varias cajas de helado.
Apenas entraron, el dueño de casa fue al baño a coger la navaja que guardaba allí. Entonces presintió el peligro.
Se echó a correr hacia recibidor donde había dejado al hombre del carrito: cuando llegó allí, la puerta de entrada estaba abierta y allí no había nadie.
Enseguida lo supo: ¡los niños! ¡Se había llevado a los niños! Sin aliento bajó hasta el sótano, y su grito retumbó en toda la casa.
Las jaulas estaban vacías. No quedaba rastro de sus ocupantes. El hombre de los helados se los había llevado a todos.
Después de aquello, nada más importó.
No importó cuando acudieron «ellos» como hienas hambrientas a su casa; ni los interrogatorios, ni las pruebas que lo acusaban, ni el encierro.
Mucho menos las noticias que él siempre había odiado leer en los periódicos: «el hallazgo de cuatro tumbas con restos de niños en el sótano de una vivienda»; «el responsable era un miembro destacado de la comunidad».
Nada de eso tenía importancia.
Ya no volvería a oír sus voces; ni el sonido de las cadenas contra los barrotes; ni su llanto en la oscuridad.
No valía la pena vivir allí sin sus fantasmas.
El ladrón de almas se los había llevado lejos, muy lejos, a un sitio fuera de su alcance.



Nota: las imágenes pertenecen a la película "Legión".
 


2 comentarios:

  1. Muy buen relato. Y es de los que mas me ha sorprendido. Sigue así que estás haciendo un trabajo estupendo

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    1. Muchísimas gracias AXA, me alegro de que te haya gustado,
      un abrazo.

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